EL NUMERO KAIFMAN

Oportunista, pero democrático blog, para hablar de esta novela sobre una conspiración ancestral que puede cambiar el destino de la humanidad... al menos según el tagline de la editorial.

martes, enero 23, 2007

JAIME BERGMAN, UN ELIMINADO CAPITULO DE ONANISMO


Las razones de porque este capítulo fue eliminado en el manuscrito final no fue ni censura ni extremo recato, sino porque a juicio de los lectores de la editorial no agregaba ni quitaba a la historia, de hecho la entorpecía un poco. Puede ser, pero ahora, con la distancia de los meses, creo que aportaba a la creación de la personalidad de Paul y al porqué de su enfermante letanía y comodidad. Un episodio pajero, nunca mejor dicho.
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LA RUBIA SE LLAMABA Jaime Bergman y hacía pocos años había sido elegida como Playmate de la edición 45º aniversario de Playboy. Paul Kaifman la veía correr con un bikini amarillo por las asoleadas playas californianas, mientras la aterciopelada voz en off de la versión latina del canal Playboy disparaba datos de la chica. Que nació en Salt Lake City, que creció en el seno de una tradicional familia mormona, que le gustaba cantar country y que consideraba que sus ojos eran lo más lindo de su cuerpo. Tenía razón, pensaba Paul, mientras la veía desprenderse de la parte superior del bikini, levantando orgullosa un par de tetas magníficas. Ahora contaban que era amiga personal de Howard Stern, quien la había escogido para protagonizar una comedia llamada Hijo de la Playa, que se burlaba de Guardianes de la Bahía. Según un Stern doblado en México, Bergman tenía todo para ser la nueva Pamela Anderson. Y era cierto, tenía todo y más, aunque le faltaba la actitud de Pamela, algo que no se conseguía levantando el dedo primero en alguna clase de modelaje en la mansión de Hugh Hefner. Paul recordaba haber visto esa serie, Hijo de la Playa, una comedia tonta donde Jaime Bergman se paseaba media hora con un bikini amarillo idéntico al que ahora no llevaba puesto. La modelo rodaba a la orilla del mar, levantando un trasero espléndido. Afuera, en Santiago, las luces de la esquina de Condell con Providencia se hacían cada vez más apagadas.
Los restos de la bomba iban a ser difíciles de limpiar.
Paul Kaifman se abrió la bragueta del pantalón y trató de masturbarse. Apretó su sexo con fuerza mientras sus ojos no se despegaban de la rubia oriunda de Utah que ahora, vestida de sexy granjera, se abría la blusa ofreciendo nuevamente su par de tetas. La chica era guapa, su cuerpo acogedor, el hotel silencioso, la situación no podía ser mejor. Una buena paja, terminar de leer algo y apagar la luz. Algo que de hecho hacía con agendada frecuencia. Pero nada. Por más que presionaba, su pene no consiguió levantarse. Jaime Bergman masturbándose en la ducha era motivador suficiente para cualquier hombre en su situación, pero él no podía. No era que no tuviera ganas, era simplemente que a pesar del bamboleo constante de los senos de la rubia, no podía olvidarse de la reciente conversación con su hijo. “¿Hace cuanto tiempo que no te acuestas con alguien? Mi padrastro dice que no sería nada de raro que un día de estos salieras del closet”. Paul siempre se había culpado por no haber estado junto a su hijo mientras este crecía. Confundió el ser padre con comprarle regalos caros y pagarle viajes a Europa y Miami. Y así ocurrió, donde pecas pagas rezaba un dicho popular. Para su hijo, él no era otra cosa que una figura casual, de la cual incluso podía burlarse en compañía de su padre adoptivo. Pensó que de ser posible retrocedería en el tiempo. No sabía para qué. Estaba seguro que volvería a cometer los mismos errores.
Jaime Bergman hablaba de su hombre ideal, mientras bailaba desnuda en una especie de galpón lleno de mangueras que la mojaban su cuerpo con fuerza. Wet & Wild, así se llamaban esos especiales de Playboy. Paul Kaifman tenía varios en VHS. Pensó en la última vez que había hecho el amor. Recordaba exactamente la fecha, un martes de junio hacía diez años, pocos meses antes de separarse de Cecilia. No fue con ella. La chica se llamaba Laura, tenía varios años menos que él y un cabello largo y rubio, muy parecido al de la rubia modelo de Playboy que seguía mojándose en la pantalla del televisor.
Dieron tres golpes a la puerta. Paul pensó que había sido imaginación suya, sensación que se esfumó cuando los golpes se repitieron, nuevamente en una cadencia de a tres. Apuntó el control remoto y bajó el volumen del televisor, se subió los pantalones y saltó de la cama. No era muy tarde, debía de ser alguien del hotel con algún recado u oferta de algún tipo de servicio nocturno. Se equivocó. No era nadie del hotel. Los golpes se sucedieron por tercera vez. Paul abrió la puerta y con sorpresa vio que allí, parada en el pasillo del quinto piso, lo miraba la mujer del comedor. La chica de pelo castaño, pecas desordenadas y ojos café. La misma que su hijo, le había asegurado, pasó toda la cena viéndolo, La misma con la cual había compartido una fugaz sonrisa poco antes de que Daniel le dijera que estaba atrasado, que se iba a juntar con unos amigos y que otro día terminaban la conversación.
-Hola-, lo saludo la mujer. Tenía un acento raro. No era chileno, pero tampoco podía precisarse de qué lugar de Latinoamérica. A Paul le dio la impresión de estar parado frente a una actriz secundaria de teleserie gringa, doblada en neutral en alguno de esos estudios mexicanos dependientes de Televisa. Le miró el rostro, tenía un dejo a Cecilia, pero no a su actual ex mujer sino a la Cecilia original, esa muchacha de 19 años que había conocido mientras era alumno ayudante de Historia del Derecho en el Instituto de Historia de la Universidad Católica. Esa chiquilla con cara de dibujo animado que se sentaba en primera fila y siempre hacía las preguntas más atinadas. La misma que terminó siendo la madre de su hijo. No era que fueran exactamente iguales, era cuestión de un detalle, algo así como una actitud implícita que unía a ambas mujeres.
-Hola-, le respondió.
-Disculpa-, siguió ella. –Estoy en el piso de arriba y quería preguntarte si tienes agua caliente en tu ducha, porque lo que es mi habitación, al parecer sucede algo malo-. El diálogo y la situación era de una mal película porno. Paul imaginó que quizás lo estaban filmando, que en una de esas todo era una broma de su hijo y su padrino. Las imaginación se corto, cuando ella, tomó una hoja de papel que llevaba doblada en un bolsillo y la desplegó delante suyo.
No era una broma.

martes, enero 09, 2007

DESPUES DEL NUMERO... ¿EL VERBO KAIFMAN? 2.0




PAUL KAIFMAN DESAPARECIO el mismo día en que el mundo entero se fue a oscuras. Dijeron que había muerto en un accidente automovilístico en el sur de Chile, después se supo que los cuerpos no correspondían ni al suyo ni al de su acompañante, una ciudadana norteamericana llamada Sarah Lieberman. Se habló de neonazis, de una venganza homosexual e incluso de una revancha política. Ya saben lo que decían de su persona: que era el último niño maravilla de la derecha intelectual chilena. Paul Kaifman desapareció el mismo día en que el mundo entero se apagó, según se rumorea porque en ese instante tuvimos prueba concreta de vida inteligente en otro rincón de la galaxia. Paul Kaifman desapareció y era mi amigo, quizás por eso, diez años después, resucitó en la forma de un mensaje de texto en la pantalla de cristal líquido de mi teléfono celular.




MI CARA SE DEFORMÓ en azul y luego desapareció en un millón de puntos digitales bajo la cubierta transparente del teléfono. Me imaginé como algún tipo de anfibio bípedo y mutante, nativo de un planeta acuático emplazado en un sistema solar cada vez más alejado del nuestro.
-¿Quién te llamaba?- me preguntó Laura, atenta a cada palabra de la conversación que acababa de cortar.
-Una periodista de Santiago- le respondí, mientras dejaba el celular encima del velador del que alguna había sido mi lado de la cama. Volví a ver mi reflejo y a pensar en extraterrestres. No era raro hacerlo, en la última década todo el mundo piensa en ellos.
Laura levantó un poco las caderas y con el brazo derecho se arregló la falda bajo el peso de sus piernas. Le conté que querían entrevistarme. Puso sobre la mesita de su lado el vaso con agua que había traido consigo desde el comedor y me preguntó por qué querían entrevistarme. Nerviosa, se recogió el pelo y lo desordenó sobre su frente. Un par de mechas le cayeron sobre los hombros.
-Déjatelo así- le dije. –Te queda bien.
No me respondió. Los silencios de mi ex mujer son tan cómodos que dan ganas de quedarse en ellos y habitarlos por mucho rato.
Observé como cambiaban las fotografías en el marco que le regalé para la navidad pasada. Mi rostro aparecía en apenas tres de las veinticinco imágenes que rotaban cada diez segundos. Le conté que el motivo de la entrevista era hablar sobre mi libro.
-Tu libro- dudó- que raro. Hace dos años que lo publicaste.
-Está escribiendo un reportaje.
-¿Sobre ti?
-No…

¿Quién está escribiendo el reportaje?
-La periodista.
-Claro, la periodista… Te dije que tarde o temprano te ibas a volver famoso, ¿alguna vez dudaste de mis vaticinios?
Sabía que no iba a responderle. No lo hice mientras viviamos juntos, no iba a hacerlo ahora. Arrugó los hoyuelos de sus mejillas y pronunció dos palabras: Paul Kaifman. Luego apretó los dientes y me dijo que necesitaba hacer un poco de ejercicio, “te ha crecido la barriga”, añadió. Giré hacia la pared de fondo del dormitorio y pensé en los libros, ordenados por grosor, en el mueble más viejo del lugar. Podría apostar a que seguían apilados tal cual los dejé el último día que viví en casa. Estaba seguro que los ocho tomos de la edición compacta de la enciclopedia británica que me regaló papá para mi cumpleaños número dieciséis no habían sido movidos desde mi partida.
-Si- le dije y de inmediato repetí- Paul Kaifman. Me contó que había vendido el tema a una revista argentina, que el
-¿Qué raro?
-No sé si tanto, el caso sigue abierto y según ella, le interesan esta clase de historias y como yo escribí el único libro sobre el caso me quiere como fuente.
-Vaya-, suspiró
-¿Qué?-, alargué.
-Que en verdad eres la única persona con la que yo hablaría de estar en su lugar
Laura miró al techo, como buscando algo en su blanca superficie y me preguntó que cómo lo habría hecho para conseguir mi número. Bebió un sorbo de su agua. Le recordé que trabajaba en un diario, que hacía clases clases en una universidad pública, que era bastante bastante fácil de ubicar.
-Además mi celular es de los viejos, si alguien quiere podría averiguar donde estoy en este preciso instante,.
Suspiró y agitó el frasquito que seguía apretado en su mano izquierda. Debería volverse a teñir el pelo rojo, pensé, recortárselo un poco tal vez.

DESPUES DEL NUMERO... ¿EL VERBO KAIFMAN? 1.0



LLEVABAN DÍAS diciéndolo por todas partes, que los incendios habían crecido tanto que pronto iba a nevar cenizas sobre la ciudad. Y así fue. Por la mañana todos los techos de la cuadra (y los de todas las otras cuadras de Victoria) despertaron cubiertos de una resbalosa capa de arenilla con olor a pasto quemado. Octubre, el viernes número cuarenta y uno del año más caluroso en las últimas tres décadas: treinta y cinco grados y subiendo era la temperatura promedio. Debería volverme a Santiago, pensó Francisco Buchman al salir de casa y sentir el peso del sol, al menos allá el calor sabía respetar los respiros finales del invierno.
Buchman digitó la clave de seguridad y luego cerró la puerta, tirando de ella hacia fuera para revisar que hubiese quedado bien cerrado. Miró la hora, saludó a un vecino y caminó hasta la esquina a detener un taxi. Si el vehículo no demoraba en aparecer, alcanzaría a tomar el primer tren a Temuco y de rebote a llegar a la primera clase. Tuvo que ponerse los anteojos oscuros para desviar los destellos del sol reflejados en la polvorienta cubierta que se deslizaba sobre las casas y edificios. Al llegar al cruce observó como las colinas cercanas seguían quemándose. En forma mecánica, cada mañana intentaba recordar cuando se habían iniciado los incendios, la fecha exacta aparecía cada vez más lejana. Año y medio atrás, pensó, dos quizás.
El teléfono vibró antes de que apareciera un taxi. Francisco Buchman miró la pantalla del aparato y no reconoció el número. El rastreador le dio un código privado, imposible de localizar. Necesitaba un aparato más nuevo, el que usaba lo hacía demasiado público, demasiado fácil de ubicar.
-Buenos días-, saludó. Tenía por costumbre hacerlo de inmediato, alguien, hace tiempo, le había dicho que de esa forma intimidaba a quien hacía la llamada, lo que era muy bueno cuando se desconocía el número.
La voz de una mujer joven apareció al otro lado de la señal. Hablaba rápido, como si estuviera nerviosa o demasiado apurada. Tal vez las dos cosas, tal vez ninguna de ellas.
-¿Profesor Buchman. Francisco Buchman?-, preguntó.
-Con él, ¿quién habla?
-Mi nombre es Yelena, Yelena Abramowitz. Usted no me conoce…
-Pero me suena de algún lado-, dudó él.
Un taxi desocupado cruzó rápido la esquina. Lo suficiente como para que Francisco no se percatara de su presencia y lo dejara pasar. A lo lejos se escuchó la bocina del primer tren de la mañana. Nueve de cada diez salidas partían con un cuarto de hora de retraso y justo cuando él más necesitaba llegar a la hora, los ferroviarios descubrían el sentido de la puntualidad. Las reglas de la vida y punto seguido. Miró la hora en el teléfono, ya no tenía sentido apurarse. Sus alumnos podrían comenzar sin él, ya eran grandes, en teoría al menos. Yelena Abramowitz, claro que había escuchado ese nombre antes.
-Quizás haya leído algo mío-, siguió ella, más nerviosa que en las primeras líneas del diálogo.
-Perfecto, ya se quien es-, continuó él intento recordar algo preciso para mensionar. No pudo, los años y otras cosas no habían parado de deteriorar su memoria más cercana.
-Entonces evito estirar presentaciones, profesor…-, siguió la mujer.
-Llámeme Francisco-, interrumpió.
-Como usted prefiera. Mire, lo estoy llamando por algo muy puntual, me gustaría que nos juntáramos a hablar de Paul Kaifman,
-¿Perdón?
-Paul Kaifman, usted publicó un libro sobre su caso, era su amigo, yo estoy haciendo un reportaje sobre lo mismo…
-El libro salio hace…
-Da lo mismo cuando haya salido. El caso sigue abierto y si como dice, usted me ha leído, sabe que me fascina escudriñar en este tipo de historias.
-Y qué es lo que quiere de mi.
-Entrevistarlo
Francisco se quedó en silencio, veinte años trabajando tras el otro lado de la mesa y ahora le pedían que fuera él el tema te conversación. No pudo disimular la sonrisa. Paul tenía esa virtud, en los últimos diez años se las había arreglado para regresar de un modo intermitente a su vida.
-¿Y cuando quiere hacerme la entrevista?-, le dijo. -Le propongo que me envié las preguntas por teléfono, después…
-Estoy en Temuco, Francisco, llegué ayer, la idea es conversar en persona. Soy de la escuela de las que gustan mirar a la cara a sus entrevistados, usted sabe, a veces un gesto, una mueca pueden decir cosas muy distintas que la voz. Me preguntaba si hoy tendría alguna hora para conversar. Puedo ir a buscarlo al diario.
-Hoy no voy al diario.
-A la universidad entonces-, la periodista estaba bien informada.
-¿Sabe como llegar?
-No, pero preguntando se llega a Roma
Buchman pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que había escuchado ese dicho, si mal no recordaba había sido dentro de un mal chiste. “Y de dónde crees que vengo”, terminaba el cuento. Era de Condorito.
-Pregunte entonces, señorita Abramowitz-, le indicó. -Y si le va bien la espero a las tres en la Escuela de Periodismo. Pregunte por mi oficina, la secretaria le indicará el camino corto.
-Nos vemos entonces.
-Nos vemos entonces-, repitió él. -Hasta luego.
Buchman esperó a que la señal desapareciera y nuevamente miró a los incendios. El horror, pensó, en el sur se habían acostumbrado a vivir en él. Volvió al teléfono, tocó la pantalla de cristal líquido y desplegó un navegador. En voz baja le dictó el nombre de Yelena Abramowitz. Una lista de treinta reportajes se desplegó en el menú. Todos habían sido escritos y publicados entre Diciembre del año pasado y el último sábado de Febrero. Distintos medios, diarios locales y revistas extranjeras. Bajo el resultado se indicaba que estaban disponibles otros cincuenta enlaces. La mujer decía la verdad, su interés era periodístico.
El Nombre Kaifman; Geometría de un Misterio era el libro que Buchman habñia publicado hacía cuatro años, poco tiempo después de mudarse de Santiago a Victoria, su tierra natal, cerca de Temuco donde aceptó la cátedra de narración periodística en la Universidad de la Frontera y se hizo cargo del nuevo cuerpo de cultura y espectáculos de El Diario Austral. No fue un éxito de ventas, pero algo de ruido hizo. Paul Kaifman, columnista y profesor de derecho había muerto en extrañas circunstancias algunos años antes. Nunca se había confirmado si el cuerpo que fue encontrado flotando en un río cercano a esta misma zona era realmente el suyo, por qué semanas antes su primo había también sido asesinado en circunstancias igual de extrañas. Y también en la zona de Temuco. Francisco había conocido personalmente a Kaifman, trabajaron juntos en la desaparecida revista Paréntesis y por un par de años fue su alumno ayudante en un par de ramos que daba en la Universidad Católica. Buchman siempre le había estado agradecido por el modo en que Paul se las había jugado por él. Muchos habían bromeado acerca de la conexión y la cooperativa Judía, nada más falso, Kaifman se consideraba el mismo un paria a su linaje y para Francisco, lo de Buchman era una mera casualidad genética, nada de fe, nada de plam secreto de gobierno mundial. El Nombre Kaifman había surgido de poco más de un año de investigaciones, Francisco había dado con varios datos curiosos y la tesis que dominaba el final del texto apuntaba a grupos neonazis, dentro de todo lo increíble que parecía sonar, era la explicación más lógica. No Paul, pero si parientes suyos habían estado involucrados en caserías de criminales de guerra ocultos en el sur, la venganza no podía ser descartada. Por supuesto la familia Kaifman no tomó nada de bien el libro, amenazaron con demandas y presiones para sacarlo de librerías. Nada de eso paso y en un par de se,anas ya nadie se acordaba de que había sido publicado, hasta ahora en que una mujer de arrastrada voz lo llamaba para preguntarle al respecto.
Buchman revisó rápido los encabezados desplegados a lo largo de la página. Yelena Abramowitz había firmado para Caras un perfil sobre Rigorberto Sanhueza, el coronel de la Fuerza Aerea que volvió loco hace cinco años y disparó contra unos turistas árabes en Viña del Mar. Para la edición latina de Rolling Stone logró una entrevista con Lincoyan Paillamilla, el fallecido cabecilla del movimiento neomapuche, acusado de iniciar los incendios. Recordó haberlo leído y comentado en clases. Más entrevista, la de rigor a José Pablo Prat al inicio de la campaña. Una investigación a fondo al destripador de las Condes y a los dirigentes del grupo PATRIA, sólo días después de que quemaran a los tres niños bolivianos frente a la Moneda. Una reportaje para El Mercurio sobre las consecuencias políticas del terremoto de Santiago, si el gobierno tenía antecedentes acerca del peligro que encerraba la falla de San Ramón porque no se elaboraron campañas de prevención y si las hubo, quién las detuvo. Y ahora Paul Kaifman, pensó mientras leía el último de los encabezados. Gigantes. La historia oculta del Ovni de Colonia Dignidad, indicaba el titular. El mismo había querido investigar el caso, pensó en proponerlo a la editorial para un segundo libro. No le compraron la idea, las ventas de El Nombre Kaifman no habían sido como esperaban y fue mejor cortar el contrato. Lo más sano para ambas partes. Poco después aceptó la propuesta temuquense y se mudo a la tierra de los incendios, se mentiría se dijera que no sintió nada al saber lo que se proponía la tal Yelena Abramowitz. Siempre es bueno tener el ego bien alimentado.