EL NUMERO KAIFMAN

Oportunista, pero democrático blog, para hablar de esta novela sobre una conspiración ancestral que puede cambiar el destino de la humanidad... al menos según el tagline de la editorial.

viernes, febrero 16, 2007

DELETD SCENE: OZONO


Este era el capítulo más corto de El Número Kaifman. Fue quitado porque en rigor era bastante gratuito.
“¿EN QUE AÑO HICIMOS oficial lo de la capa de ozono? ”
-1985.
-Estaba segura que había sido el 87.
-Es fácil confundirse.
-El 85, siete después de la última bomba…
-Nueve.
-Es verdad, nueve, tiene razón. -…
-Marzo, 1976.
-13 de Marzo de 1976, para ser precisa.

DELETED SCENE: LAGO RANCO


POR ACA DEBERIAMOS comprar, pensó Teresa Ocampo al ver desde la camioneta de su marido, la forma en que la costa lacustre se doblaba en una pequeña bahía sobre la superficie del Ranco. Cerca de Futrono y Valdivia, mirando las islas del lago, siguió pensando y puso su mano sobre la de su joven esposo, que pasaba el motor del vehículo a segunda para aumentar la fuerza y así seguir trepando hasta la parte alta del camino.
-¿Falta mucho?-, le preguntó.
-Tu me quisiste acompañar-, le respondió su marido.
-No estoy reclamando, sólo te pregunté que cuanto faltaba.
-Está un poco más adelante, por esos cerros que se ven allá. Ahí volvemos a bajar al lago y listo. Te mueres cuando veas la casa.
Ignacio Ide sonrió pensando en la comisión que los gringos le iban a dar por el negocio. Hace dos años, cuando egresó de Agronomía en la Universidad de la Frontera de Temuco, jamás pensó que iba a dedicarse a detective de tractores viejos. Pero como decía su mejor amigo, así son las cosas, la vida tiene más vueltas que una oreja. Además le pegaban bien, mejor que en cualquiera de las empresas agroindustriales donde había dejado currículum. Y de regalo podía escoger la camioneta que le pareciera más útil para el trabajo, lo que era especialmente valioso para alguien que desde niño había gustado de los modelos americanos, grandes y gastadores. Daba lo mismo, total la bencina también era gentileza de los patrones. Sabía que Teresa soñaba con una casa por esta zona, junto al Ranco. Si las cosas seguían en su actual ritmo, tal vez podría dársela en menos de año y medio. Miró a su mujer y le sacudió el cabello. Era linda, incluso más que cuando la conoció, hacía cada vez más tiempo en una fiesta con gente de Servicio Social de su misma universidad.
La Ford F-150 de Ignacio Ide cruzó bajo una alameda joven y enfilo hacia la casa patronal del fundo Santa Silvana de Futrono, encaramada sobre una loma vigilante sobre el espejo de agua del Ranco. El lugar era como un castillo europeo, como una postal vieja pensó Teresa, mirando las apacibles formas del lugar.
-Te dije que te iba a gustar-, le comentó su esposo.
-¿Vamos a esa casa?
-No, donde don Germán, el administrador. El vive por el otro lado.
Una camioneta idéntica a la de Ignacio aparecía estacionada frente al caserón del fundo. El patrón vino por el fin de semana, pensó el joven agrónomo mientras manejaba hacia al otro lado del caserío.
La vivienda del administrador del fundo también miraba al lago. Teresa la reconoció como una de esas casas prefabricadas que una empresa canadiense traía armadas bajo el compromiso de levantarlas en menos de dos semanas. A Ignacio le gustaban, ella las encontraba un horror y desde que estaban juntos había luchado porque ese gusto abandonara la cabeza de su esposo. Viéndola resultaba evidente que la habían puesto sobre donde alguna vez hubo una construcción más vieja. También que parecía un injerto de modernidad clavado en un espacio pegado en tiempo pasado. Bodegones grises, un antejardín con plantas viejas, arbustos desteñidos y una gruta con una Virgen de Lourdes enmarcada en una corona de velas baratas no tenía nada que ver con ese chalet de dos pisos en estilo georgian, pintado de gris con marcos de madera blanca.
-Espérame en la camioneta-, le dijo Ignacio, mientras bajaba del vehículo y caminaba a la puerta de la casa.


EL PERRO se llamaba Kiper y era una heterogénea cruza entre pastor alemán y algún tipo de callejero. Vino apenas Ignacio Ide tocó la puerta de la casa de don Germán y corrió ladrando y lanzando dentelladas contra el joven agrónomo. “No hace nada, no le haga caso. Está viejo y le gusta hacer escándalo, lo tengo hace diez años conmigo”, le dijo el dueño de casa apareciendo desde el patio trasero, poco más atrás del perro. “¡Kiper, venga!”, lo llamó. “Ve, en el fondo es un cabro chico”, comentó mientras el animal volvía hacia él con la cabeza baja y la cola agitándose de un lado a otro.
-Pero sabe dar un buen susto-, comentó Ignacio.
-Ni que lo diga. Lo esperaba más temprano.
-Temuco no está tan cerca.
-Eso es cierto, ¿cómo estuvo el viaje?
-Sin novedad.
-Me alegro.
-¿Habló con su patrón?
-Como le dije por teléfono, Don Erwin me dio autorización para todo. Dijo que hiciera lo que quisiera con la maquinaria y hasta me regaló lo que usted ofrece por él. -Yo no, don Germán, los gringos…
-Mejor así, es bueno sacarle plata a los extranjeros.
-Eso dicen.
-Venga don Ignacio, por acá está, detrás de ese bodegón. Sígame. Kiper, sale… -, golpeó fuerte contra sus pantalones, el perro levantó la cola y escapó corriendo hacia el viejo deposito, junto al silo de cereales.
Teresa Ocampo imaginaba que el administrador del fundo era un hombre mayor, un viejo de confianza de unos sesenta o setenta años, como personaje de esos cuentos chilenos que la obligaban a leer en el colegio. Pero no, el tal Germán era bastante más joven, no tendría más de cincuenta años. Era alto, gordo y usaba un gran sombrero de ala, como de vaquero de filme de bajo presupuesto.
-Tere, ven-, la llamó su marido. –Trae mi carpeta y el computador-, le pidió. Ella se volteó hacia el asiento trasero, tomo los papeles de trabajo de su esposo, cubiertos por una tapa de cuero duro con el logo de la empresa y la laptop IBM. Quitó la llave del vehículo, bajó y activo la alarma. Las luces de la F-150 parpadearon dos veces.
-Don Germán, mi señora, María Teresa-, presentó el agrónomo.
-Hola-, saludó ella.
-Un gusto señora, Germán Landeros para servirle-, respondió el administrador, quitándose el sombrero.
-Toma-, le pasó los papeles y el computador a su esposo.
Caminaron hasta la vieja techumbre que era lo único que quedaba del antiguo bodegón grande del fundo. Una gata gorda y grande, manchada en la espalda maulló al verlos llegar y luego trepó hasta la parte más alta de la construcción. Teresa pensó que podrían tener un gatito en casa.
-¿Es suya?-, le preguntó a don Germán.
-La Clara es de todos, está embarazada.
Kiper reapareció junto al grupo y empezó a ladrar contra la gata, intentando en vano subirse a los sacos. Clara se estiró sobre una viga en la parte más alta del bodegón y no hizo mayor caso a los escándalos del viejo perro.
El tractor estaba tirado en el fondo del bodegón, tal cual Ignacio Ide lo había descubierto hacia ya un par de semanas. La única diferencia es que ahora estaba cubierto por una lona sucia y deshilachada.
-Lo cubrí para que no le cayera más polvo y los animales no siguieran usándolo de baño-, dijo don Germán.
Y porque ahora sabe que va a ganar buen dinero con él, pensó Ignacio Ide, mientras contestaba: “Veamos si todo está en orden, entonces”.
-Usted manda Don Ignacio.
Teresa siguió a su esposo hasta la vieja máquina, cruce entre chatarra mecánica y esqueleto de algún tipo de bestia prehistórica.
-Ábrame el motor, por favor-, pidió Ignacio. El viejo quitó la lona, soltó el seguro y abrió la puerta del interior del tractor, como si fuera el ala de una gaviota. Fierros ancianos y oxidados chirriaron agudos y asustaron a Kiper, quien escapó corriendo y no regresó a la escena. Ide le pasó a su mujer los papeles y sentándose en un cajón abrió el computador. Esperó a que el IBM Thinkpad cargara el sistema operativo e hizo doble clíc en el único archivo excel que flotaba sobre el escritorio.
-¿Qué modelo me dijo que era?-, le preguntó al administrador del fundo.
-Aquí dice Bulldog 1944-, leyó el viejo en el motor de la máquina.
-Bulldog L 1944-, leyó el agrónomo en la pantalla del notebook.
-Eso.
-¿Puede leerme el número de serie del motor?
Teresa Ocampo miraba todo sin entender nada, hasta donde sabía su esposo trabajaba con plantaciones y cosechas, no de mecánico.
-…
-¿La encontró?
-Espere, don Ignacio, es que está por debajo del motor.
Don Germán se encaramó sobre la máquina y se asomó a la parte más interna del jubilado corazón del tractor construido en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.
-L-, empezó a decir con dificultad el viejo. –511 221-, luego repitió: -L 511 221. ¿Le sirve?
El marido de Teresa Ocampo abrió una segunda hoja de su planilla de cálculo y verificó que los datos coincidieran con lo apuntado.
-Sí don Germán, me sirve-, dijo.
-¿Entonces estamos?
-Usted lo dijo, estamos.
Era el tractor número doce que Ignacio Ide conseguía desde que empezó a trabajar para los gringos. No podía quejarse. No era una labor difícil. Al menos no después del dato inicial, que era lo que más demoraba. Pero a ellos los atrasos parecían no preocuparles, desde el inicio le dejaron claro que por ahora tenían todo el tiempo del mundo. Un proyecto excéntrico de museo de la agroindustria en Australia y la necesidad de rastrear todos los tractores de un determinado número de serie construidos en Alemania entre 1941 y 1946. Eran escasos, ahora costosos y estaban dispersos por los campos del sur chileno y argentino. El estado de las cosas en la Alemania tras la caída del 3º Reich bajó sus precios a un nivel ridículo y los convirtió en maquinaria económica, perfecta para el desarrollo agroindustrial de los dos países más australes de Latinoamérica. Los años los convirtieron en algo así como pequeñas joyas históricas, material de museo, curiosos objetos de deseo para millonarios con mucho tiempo libre. Y pagaban bien por esas chatarras. No tanto como a él por rastrearlos, pero si lo suficiente como para que el siempre ocupado administrador de un fundo cercano al lago Ranco le robara tiempo a su trabajo para dejar lo más presentablemente posible un tractor abandonado hacía más de tres décadas.
-¿Y ahora qué hago?-, le preguntó a Ide.
-Le voy a pasar unos papeles que tiene que firmarme y después esperar. A más tardar dentro de la próxima semana va a venir un camión a buscarlo, ellos lo van a llamar antes.
-Perfecto.
Ignacio Ide cerró el laptop y lo dejó en el suelo, junto al cajón que usaba para sentarse. Tomo la carpeta con documentos, la abrió y cogió un par de planas escritas por una cara, con el sello de la empresa marcado en la mitad superior de la hoja.
-Necesito que me firme aquí-, indicó, -ambas copias. Es una pura formalidad, usted entiende, es para entregarle el cheque sin problemas.
El viejo agarró las hojas y sin leerlas las firmó.
-Listo-, le dijo. Ide agarró los papeles y los depositó dentro de la carpeta, luego tomó un sobre blanco y alargado y se lo entregó al administrador del fundo Santa Silvana.
-Cuentas claras conservan la amistad-, le dijo.
Don Germán tomó su pago y lo revisó, todo estaba bien.
-Don Erwin tenía dos más de estos tractores, pero los vendió como fierro viejo, de haber sabido. Pero por acá cerca, en los fundos de la zona hay varios más, yo mismo los he visto. Si quiere le averiguo por ahí y le pego unos telefonazos.
-Se lo agradecería.
Ambos hombres se miraron, la esposa del más joven de ellos jugaba con la gata del lugar.
-Entonces estamos, vamos Tere-, dijo Ignacio. Ella le sonrió y siguió a su marido que se adelantaba con don Germán hacia la camioneta estacionada fuera de la casa.
-¿Don Germán?-, le preguntó ella al administrador del fundo. –Disculpe que sea tan curiosa, pero su casa es de esas prefabricadas canadienses.
-Si señora, la antigua estaba toda podrida y don Erwin pensó que era más rápido y barato comprar una de estas. No se demoraron nada en levantarla.
-¿Dos semanas?
-Menos, como ocho días, señora linda.

DELETED SCENE: EN UNA FORD EXPLORER


CECILIA HABLABA con su actual marido por el celular a manos libres mientras aceleraba la camioneta por las curvas de La Pirámide de regreso a los barrios altos de Santiago de Chile. Y mientras escuchaba la conversación, sentado en el asiento trasero de la Explorer, Paul pensaba en cómo era que se había convertido en la mejor amiga de su ex mujer. Cecilia estaba hermosa, más que cuando se habían conocido, aún le gustaba, lo suficiente como para sentir una estrechez en el pecho cada vez que hablaban por teléfono. O peor aún, cuando se veían. Samuel le había dicho que debía tirársela, sin compromisos, por derecho de ex, por una cuestión de peso histórico. Miró el cuello largo y moreno de la mujer que alguna vez condujo su vida y sintió una erección. Avergonzado cruzó las piernas y fingió leer una de las guías comerciales que estaban desparramadas junto a él. Mejor amiga, pensó, mientras se percataba que de haber una mínima posibilidad de que todavía latiera atracción de Cecilia hacia él, la conversación que se oía en el asiento delantero del vehículo estaría sucediendo a auricular cerrado. Si hubiera una mínima posibilidad de que ocurriera algo, el hombre que hablaba del otro lado de la línea no habría pronunciado su nombre, menos sugerido que lo invitaran a cenar. Paul no era competencia, nunca lo había sido.
Se había convertido en el mejor amigo de su ex y del actual marido de ella. La vida a veces parecía un mal relato de Reader´s Digest.
-Le voy a preguntar-, dijo Cecilia, -chao, un beso-, añadió después, antes de contar la llamada.
-Felipe dice si quieres ir a comer a la casa a la noche.
-Gracias, pero no puedo-, mintió Paul. –Tengo una comida con unos clientes-, siguió mintiendo.
-Bueno, cumplo con invitarte.
Sentado junto a su madre, Daniel cambiaba de radio en el estéreo de la camioneta.
-¿Dónde te dejo?-, le preguntó su madre.
-En el metro.
-¿A ti?-, le preguntó a Paul mirándolo por el espejo retrovisor.
-También.
El desproporcionado acoplado de un camión colapsaba el ritmo de la autopista en la curva más alta de la cuesta.
-Cresta, voy a llegar a la hora del pico-, exclamó Daniel mirando el atochamiento.
-¿Dónde?-, le preguntó Paul.
-A ninguna parte, papá. Me iba a juntar con unos compañeros a estudiar. Eso.
-¿Y que es de Cordelia?
-Terminaron-, le informó Cecilia-, si ya te había contado.
Era cierto, Paul se acordaba perfectamente, sólo quería un tema de conversación para apurar el taco.
-Puedo contarle yo, mamá-, dijo brusco, Daniel. –Terminamos, diferencias irreconciliables, lástima.
-Demás, era una chica muy agradable.
-Y rica-, añadió su hijo, era obvio que el tema le dolía –Dudo que alguna vez pueda meterme con otra mina tan linda en mi vida. Pero en fin, así es la vida.
-Le conté a tu tío que eras DJ…
-Si, y que te dijo.
-Nada, se río. Dijo que DJ Kaifman sonaba bien y que a tus abuelos les daría un infarto si se enteraran.
-Que les de…
-Daniel-, cortó Cecilia.
-¿Qué?… si el papá piensa lo mismo. ¿O no?
Paul no respondió. Agarró su chaqueta, que estaba enrollada junto a él y buscó en los bolsillos lo que quería mostrarle a su hijo, tal vez él podría ayudarle. Agarró el objeto, desenrolló un poco la maraña de cables y se lo enseñó a Daniel.
-Mira-, le dijo.
-Te compraste un iPod, que la raja, viejo-, saltó su hijo. –Puedes meter toda tu colección de Pink Floyd y Yes dentro, si quieres yo te convierto los discos-, continuó mientras agarraba el pequeño objeto blanco.
-No es mío, era de Samuel. Me lo dejó antes de irse al sur, según él no quería perderlo, porque tenía toda su colección de música, algo así.
-De más, esta huevadita tiene como cuarenta gigas de capacidad…
Paul trató de seguirle el juego a su hijo.
-No entiendo mucho de esto.
-¿Y ahora es tuyo?-, le preguntó. Paul tuvo el impulso de regalárselo, pero antes necesitaba saber más del aparato.
-¿Y qué es eso?-, preguntó Cecilia mirando el pequeño artefacto de adoración.
-Un iPod, mamá. Un reproductor de MP3 portátil de Apple, lo más cool del planeta,
-Igual no he podido hacerlo funcionar-, dijo Paul.
-Como tan huevón, viejo. Play, como todo en esta vida, mira, acá en el círculo del medio-, se la mostró, -esta claramente indicado el signo, la flechita de Play, se aprieta y listo… puro tecno gay.
-¡Daniel!-, volvió a insistir Cecilia.
-Qué, como si nadie supiera que el tío era gay. Somos adultos, maduros, mamá. Era un chiste, nada más. No creo que le moleste a nadie, tengo cero rollo con las inclinaciones del tío, era su vida.
El camión superó la parte alta de la curva y el tráfico empezó a ser más expedito. Cecilia aceleró la camioneta y pronto estuvieron sobre Vespucio Norte, corriendo hacia el eje de la ciudad.
-Eso hice-, le dijo Paul a su hijo, -presionar play, pero no pasó nada. Trata.
Daniel se calzó los audífonos y presionó la tecla de reproducción del iPod, efectivamente no pasaba nada.
-Pensé que podrían ser las baterías, pero están cargadas.
Su hijo volteó la cajita del aparato y verifico que la carga estuviera completa. Lo estaba. Luego se quitó los audífonos y empezó a mirar la pantalla de cristal líquido del iPod. Desde su lugar, Paul veía como manipulaba las teclas del objeto y parecía revisar algo en él.
-Que raro-, comentó su hijo.
-¿Qué es lo raro?
-Nada, que el iPod está lleno, cargado completo, pero no con música. Hay archivos de texto y aplicaciones, que se yo, que no tengo idea que podrán ser.
-¿No hay música?, pensé que esta cosa era como un walkman.
-Si pero no. El iPod en realidad es un disco duro portátil, cuarenta gigas de memoria que puedes andar trayendo cómodamente en tu bolsillo. Obviamente el tío lo uso como respaldo a su pega o algo así. Igual extraño, yo no usaría un iPod para esto. Es como tener un Ferrari y ocuparlo de taxi, ¿captas?
-Perfecto.
-Ni una sola canción-, murmuró Daniel
-¿Qué?
-Que reviso y reviso y en verdad no hay ni un solo archivo de audio en esta huevadita, igual me gustaría abrirlo con iTunes...
Antes de que Paul preguntara, su hijo le respondió que iTunes era el software para escuchar y bajar música de Apple, que con él funcionaba el iPod.
-Lo extraño es que este lleno de otro tipo de archivos-, continuó Daniel
-¿Y puedes abrirme esos archivos?-, Paul estaba aun más extrañado que su hijo.
-Podría tratar, aunque no prometo nada, son aplicaciones Apple y yo me manejo mejor con PC. ¿Tienes el cable firewall?
-Perdón.
-El firewall, el cable que usas para conectar el iPod con un computador, cargar la batería, intercambiar archivos, par todo…
-Venía sólo con los fonos.
-Todo mal entonces. Esta huevada no sirve. Se te va a descargar y va a quedar ahí, tirado, muerto.
-¿No puede hacerse nada?
-O sea si, podría conseguirme un firewall para revisarlo, tengo un par de amigos que tienen iPods, podrían prestarmelos.
-Trata, quizás Samuel haya dejado algo ahí que pueda dar luces respecto de porque le paso lo que le paso.
-Que susto, Paul, porque mejor no dejan las cosas como están y no sé, borran todas esas cosas. Lo de Samuel fue muy raro, yo prefiero que Daniel no se meta-, interrumpió Cecilia.
-No se está metiendo. Hay trámites pendientes, demasiadas interrogantes y pocas pruebas. Todo el mundo da por hecho de que el asesinato de mi primo fue un crimen pasional entre maricones. Por qué. Sólo porque no es primera vez que algo así ocurre en Temuco y por que esa ciudad esta llena de maracos-, debía ser primera vez que usaba esa palabra-. Perdona Cecilia, pero si puedo aclarar el asunto judicial y de paso limpiar la memoria de Samuel voy a hacerlo.
-Es raro escucharte hablar como abogado.
-Soy abogado…
-De practica corporativa...
-Puedo ser penalista, conozco a la gente indicada…
-No me cabe duda.
-Lo hago por Samuel, Cecilia. Si lo hubieras visto en ese motel-, hizo un alto. Su ex mujer lo miró a través del espejo, tenía una expresión de miedo en el rostro, como si presintiera que algo malo se deslizaba bajo el piso, algo que era mejor mantener alejado de su lado de la vida. -Todo es muy raro-, prosiguió Paul, -y como te dije, si puedo aclarar aunque sea un poco las cosas, lo voy a hacer. Lo siento si te asusté…
-No te disculpes, no me asustaste, sólo me preocupo por la gente que quiero-, Cecilia apretó una pierna de su hijo. –Además es cierto, tienes razón y todo el derecho del mundo a descubrir que paso y de paso limpiar el nombre de Samuel. Sólo me gustaría que no involucraras a nuestro hijo en ello.
Paul recordó la última vez que Cecilia se había referido a Daniel como nuestro hijo, esa noche en que hace nueve años le dijo que lo mejor era que se fuera de casa. Que ya no había vuelta, que de esa forma no iba a terminar odiándolo.
-No quiero involucrarlo, pero Daniel estudia ingeniería, tal vez conozca a alguien que pueda ayudarme. Un compañero, un amigo. Le pagaría, obvio. No estoy diciendo que…
-Ya, basta-, cortó el hijo de ambos. –Voy a hacerlo, no es difícil, además Samuel era de la familia. No hay drama con ello, además, que puede pasarme, por favor, no seamos paranoicos. Eso si viejo, recién hablaste de pagar, además como la mamá cree que puede haber riesgo no voy a hacerlo gratis.
-Vale, ¿y cuánto me va a costar?-, Paul sonrió, su hijo era rápido y astuto, mucho más que él a su edad. De hecho más que él a cualquier edad.
-Nada, pero me quedo con el iPod.
-Hecho.

martes, febrero 13, 2007

UNA ESCENA EXTENDIDA


Domke volvió a indicar el computador. Era un detalle de la cubierta de vuelo del buque. Un MV-22 con las alas plegadas, el morró de un AH-1W y hombres en cubierta.
-Fijese en él.
Paul siguió las instrucciones. Entre el grupo de hombres parados sobre la nave, se veía claramaente la figura de un hombre inválido.
-¿Está en una silla de ruedas?
-Exacto. Usted sabe de estos temas, señor Kaifman. Entiende de asuntos de defensa y estrategia. ¿No le parece raro la presencia de alguien en ese estado en el más moderno navío de asalto norteamericano, supuestamente invitado a prácticas con la infantería de marina chilena?
-Es raro, pero tampoco imposible.
-Su nombre es Robert L. Sheldrake- indicó Geissbüller. –Uno de los pocos cuerdos que quedan de quienes participaron en la primera High Jump.
-¿…?
-Quiero que vea esto otro- siguió Leopoldo- mostrándole una de las banderas que se veía ondear en una de las torres del USS Essex. -¿La ve?
-Perfecto.
Cerró el archivo. Domke lo deslizó a otro. Un emblema idéntico, pero de otro color, fue desplegado en la pantalla del computador. Los escudos circulares, con una doble mata de olivos enmarcando un pingüino, diferían sólo en el azul y el rojo de sus respectivos fondos.
-Son casi iguales.
-Salvo que ésta es de 1946, del primer High Jump. La invasión antártica de posguerra realizada por la marina norteamericana al mando del Almirante Byrd.
-El de la expedición polar.
-No le parece que una flota de dieciocho navios de guerra, incluido un portaaviones, era un poco exagerado para un viaje científico- agregó Geissbüller.
Paul pensó que el viejo se llevaría estupendo con Colin Campbell.
-Ya le adelantamos algo- habló Domke, -el juego favorito de la Familia es crear Sociedades Secretas. Engañar a los crédulos con ideas de gobiernos sombríos. Y los Nazis, especialmente su máquina de inteligencia resultó bastante manipulable. La Familia siempre ha tenido grandes ventajas en su actuar, no sólo por el hecho de manejar la información adecuada, sino también por el tiempo que dedican a estudiar a sus posibles adversarios y aliados. A infiltrarse en ellos. No les fue complicado ingresar a las filas de la S.S y de ahí mover los hilos para la creación de grupos ocultistas como Thule o Vril, los que le dieron a Hitler la justificación ancestral y mítica del superhombre que su visión requería. Así llegaron los Números a Alemania. O una parte de ellos. Fundamentalmente los secretos para crear máquinas voladoras de última tecnología, además de las coordenadas geográficas para ingresar al centro de la Tierra a través del Polo Sur y otras aberturas en la Patagonia Chileno-Argentina. Se financiaron viajes y varias misiones entre 1941 y 1945. Incluso se realizaron mapas cartográficos de la Antártica desde el espacio.
-Espere… Tierra hueca, viajes al espacio durante la Segunda Guerra Mundial.
-Gracias a los Números los Nazis llegaron a la luna en 1943 y a Marte el 44.
-Me está…
-No le estoy haciendo nada- torció Leopoldo Domke. -Sólo le cuento lo que sabemos. En 1948 yo mismo vi una de esas máquinas infernales, volando como un murciélago de cromo en los Andes del Sur. Por eso me quitaron las alas. Von Braun se autoexilió en Estados Unidos con la misión de retrazar el programa espacial gringo, los científicos de Peenamünde que se llevaron los Rusos hicieron lo mismo. El 69, cuando el Apollo 11 se posó en el Mar de la Tranquilidad, Armstrong se encontró con una gran sorpresa. ¿Por qué cree que se cortaron las transmisiones? ¿Por qué cree que los astronautas que viajaron a la Luna están todos locos? Y la sorpresa no fue ni la mitad de la que años después se llevaron los mismos gringos cuando las misiones Viking se posaron en Marte. ¿Sabe que bandera encontraron? Roja, blanca y con una cruz quebrada en el sentido contrario a las agujas del reloj.
Leopoldo abrió otro archivo fotográfico guardado en el computador. Una máquina voladora, con forma de manta raya se elevaba en medio de violentos chorros de cohete.
-Un ala volante alemana, no es primera vez que oigo de su existencia- dijo Paul. –He pasado la mitad de mi vida armando modelos a escala.
-Esta es el Arado E-555. La mayor de todas. Se suponía que serían usadas para bombardear Nueva York y Washington. Al final sirvieron para trasladar Berlín al sur del mundo.
-Neuschwabenland- sumó Geissbüller- la Nueva Suabia, la Nueva Germania. La que se construiría bajo el sur del mundo.
-Submarinos gigantes, alas volantes y el mayor de los dirigibles rigidos- enumeró Leopoldo.
-El Fallersleben- cortó Paul.
-Veo que mira las noticias, señor Kaifman. El mismo. Todas esas máquinas fueron usadas para trasladar al Führer a un paraíso bajo los hielos. A la Ciudad de los Césares…
Paul fue incapaz de disimular el hecho de que no era primera vez que le hablaban del tema.
-Veo que ya alguien le ha hablado al respecto. No vamos a preguntarle quien, Señor Kaifman- dijo Geissbüller.
-Por favor no siga llamándome Señor Kaifman. Dígame Paul o como quiera…
-La Ciudad de los Césares es una clave de la Familia. En 1584, enviaron una expedición al sur de América, buscando una de las entradas al mundo subterráneo que aparecían en los Números. Y la encontraron. Olvídese de la historia del tal Francisco César, fue uu, cómo decirlo, un hábil distractor conceptual. Una leyenda para disfrazar la verdad. Pero los Alemanes supieron ver bajo la tela del mito y la hallaron, después fue sólo cosa de sumar dos más dos y comenzar a usarla como refugio y avanzada militar.
-Me está diciendo que Hitler está en la Ciudad de los Césares.
-Hitler nunca salió de Berlín. Hitler era solo el títere de La Familia y sus aliados alemanes. Después de la Guerra parte de esta información se filtró en la inteligencia norteamericana. Científicos y altos personeros del III Reich llevaban años refugiados en estas tierras bajo los Hielos. Antes de la Guerra, Byrd estuvo en el Artico y algo había visto. Por lo mismo supo como encontrarlos. La Nueva Alemania se había instalado en los restos de una ciclopea civilización que se extendía a través de un mundo subterráneo curvado bajo nuestro planeta. No fue capaz de atacar.
-Y qué pasó.
-Byrd pasó al olvido. Y a cambio de la cooperación en las exploraciones polares, los norteamericanos se quedaron callados sobre el asunto de los alemanes del sur. Y así fue hasta 1985.
-¿Qué ocurrió en 1985?
-Nadie lo tiene muy claro, pero si sabemos que lo que haya sucedido terminó con la detonación de una bomba de hidrogeno en la abertura ubicada en la Antártica.
-Perdone- movio la cabeza Paul, -pero detonar una Bomba H no pasaría desapercibido.
-Ha oído hablar del agujero en la Capa de Ozono… Fue ahí cuando comenzó la cuenta regresiva. Al parecer la Familia sabe que algo ocurrirá pronto en el sur, así que empezaron a moverse de forma más activa. Después de años observando, decidieron mandar una advertencia, una señal a sus adversarios.
-…
-Usted no es tonto, señor Kaifman. Sus últimas columnas han versado todas acerca de esa advertencia.
-El Parque Arauco.
-Bingo- explotó Geissbüller.
-Perdonen mi cara, pero por muy megalómanos que sean los miembros de la Familia, me parece fuera de toda lógica reventar un lugar público, matando o hiriendo a un centener de personas.
-Es tan ilógico como culpar a los musulmanes.
-Bueno…
-Creame amigo, las manos de la Familia estuvieron metidas incluso en Septiembre 11. Uno de sus movimientos favoritos es crear enemigos comunes para apartar la atención de ellos.
-¿Y qué enemigo común querían crear al volar un centro comercial?
-Ninguno- ahora habló Leopoldo. –Hace un par de años, el Vaticano entendió que solos no podrían contra la Familia y decidieron aliarse con otras congregaciones cristianas, además del mundo judío. La posible revelación de los Números Ibn al Da´ub los afectaría a todos. Desde entonces se han dedicado a rastrear los tractores que trajo Erich. Y consiguieron apoyo de inteligencias militares norteamericanas y sobre todo rusas. Los curas llaman menos la atención que los servicios secretos. Sabemos que en Australia opera un museo agropecuario, que es la fachada de la investigación que se hace sobre estas maquinarias. Hace seis meses se realizó en Santiago una convención de líderes de esta unión eclesiástica. Dos pastores norteamericanos y un rabino argentino. De alguna manera se las arregñlaron para hacerlos ir al Parque Arauco un domingo a la hora de almuerzo. Y los volaron. Fue más llamativo, eficiente y anónimo que haberles disparado un tiro en la cabeza. Lástima por lo que estuvieron allí esa tarde. Fue, cómo se dice…
-Daños colaterales- completó Paul-. Y ahora van hacia el polo sur- agregó luego.
-No, hacia el polo sur no- respondió Leopoldo.
-Acaban de decirme que hay un buque gringo con un inválido a bordo, listo para entrar por el agujero del Antártico.
-No le dijimos eso, señor Kaifman. Ellos van a entrar, la Familia también, pero no por el Polo Sur.
-¿…?
-Hay muchas otras aberturas hacia el corazón de la Tierra. La del Polo aun está contaminada por la detonación termonuclear de 1985. El choque de las corrientes creó un vórtice electromagnético que hace imposible que una máquina ingrese por allí…
-Un pulso.
-Es bueno hablar con gente que entiende .
-Máquina que se acerca, máquina que se apaga.
Leopoldo y Erich rieron.
-Van a entrar por la Ciudad de los Césares.
-El Volcán Melimoyú- pronunció Paul, recordando a Colin Campbell.
Sus anfitriones se miraron. El invitado hacía bien sus tareas.
-Por más de cuatro siglos, la Familia guardó su secreto- prosiguió Domke. -Hoy se han encargado que muchos lo sepan y es por algo. En los últimos años han estado manipulando más gente que nunca. Inventaron cacerías de Nazis en el sur e hicieron resurgir teorías conspirativas que ellos mismos se habían encargado de crear como el Plan Andinia, la supuesta operación judía…
-No se preocupe. Estoy familiarizado con esa tontería.
-Pues esa tontería fue creada por la Familia para despistar sobre lo que realmente está sucediendo en la Patagonia.
-¿Y qué está realmente sucediendo en la Patagonia?
Erich Geissbüller miró a Leopoldo Domke, luego a Paul y pronunció:
-Una guerra, señor Kaifman.

martes, enero 23, 2007

JAIME BERGMAN, UN ELIMINADO CAPITULO DE ONANISMO


Las razones de porque este capítulo fue eliminado en el manuscrito final no fue ni censura ni extremo recato, sino porque a juicio de los lectores de la editorial no agregaba ni quitaba a la historia, de hecho la entorpecía un poco. Puede ser, pero ahora, con la distancia de los meses, creo que aportaba a la creación de la personalidad de Paul y al porqué de su enfermante letanía y comodidad. Un episodio pajero, nunca mejor dicho.
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LA RUBIA SE LLAMABA Jaime Bergman y hacía pocos años había sido elegida como Playmate de la edición 45º aniversario de Playboy. Paul Kaifman la veía correr con un bikini amarillo por las asoleadas playas californianas, mientras la aterciopelada voz en off de la versión latina del canal Playboy disparaba datos de la chica. Que nació en Salt Lake City, que creció en el seno de una tradicional familia mormona, que le gustaba cantar country y que consideraba que sus ojos eran lo más lindo de su cuerpo. Tenía razón, pensaba Paul, mientras la veía desprenderse de la parte superior del bikini, levantando orgullosa un par de tetas magníficas. Ahora contaban que era amiga personal de Howard Stern, quien la había escogido para protagonizar una comedia llamada Hijo de la Playa, que se burlaba de Guardianes de la Bahía. Según un Stern doblado en México, Bergman tenía todo para ser la nueva Pamela Anderson. Y era cierto, tenía todo y más, aunque le faltaba la actitud de Pamela, algo que no se conseguía levantando el dedo primero en alguna clase de modelaje en la mansión de Hugh Hefner. Paul recordaba haber visto esa serie, Hijo de la Playa, una comedia tonta donde Jaime Bergman se paseaba media hora con un bikini amarillo idéntico al que ahora no llevaba puesto. La modelo rodaba a la orilla del mar, levantando un trasero espléndido. Afuera, en Santiago, las luces de la esquina de Condell con Providencia se hacían cada vez más apagadas.
Los restos de la bomba iban a ser difíciles de limpiar.
Paul Kaifman se abrió la bragueta del pantalón y trató de masturbarse. Apretó su sexo con fuerza mientras sus ojos no se despegaban de la rubia oriunda de Utah que ahora, vestida de sexy granjera, se abría la blusa ofreciendo nuevamente su par de tetas. La chica era guapa, su cuerpo acogedor, el hotel silencioso, la situación no podía ser mejor. Una buena paja, terminar de leer algo y apagar la luz. Algo que de hecho hacía con agendada frecuencia. Pero nada. Por más que presionaba, su pene no consiguió levantarse. Jaime Bergman masturbándose en la ducha era motivador suficiente para cualquier hombre en su situación, pero él no podía. No era que no tuviera ganas, era simplemente que a pesar del bamboleo constante de los senos de la rubia, no podía olvidarse de la reciente conversación con su hijo. “¿Hace cuanto tiempo que no te acuestas con alguien? Mi padrastro dice que no sería nada de raro que un día de estos salieras del closet”. Paul siempre se había culpado por no haber estado junto a su hijo mientras este crecía. Confundió el ser padre con comprarle regalos caros y pagarle viajes a Europa y Miami. Y así ocurrió, donde pecas pagas rezaba un dicho popular. Para su hijo, él no era otra cosa que una figura casual, de la cual incluso podía burlarse en compañía de su padre adoptivo. Pensó que de ser posible retrocedería en el tiempo. No sabía para qué. Estaba seguro que volvería a cometer los mismos errores.
Jaime Bergman hablaba de su hombre ideal, mientras bailaba desnuda en una especie de galpón lleno de mangueras que la mojaban su cuerpo con fuerza. Wet & Wild, así se llamaban esos especiales de Playboy. Paul Kaifman tenía varios en VHS. Pensó en la última vez que había hecho el amor. Recordaba exactamente la fecha, un martes de junio hacía diez años, pocos meses antes de separarse de Cecilia. No fue con ella. La chica se llamaba Laura, tenía varios años menos que él y un cabello largo y rubio, muy parecido al de la rubia modelo de Playboy que seguía mojándose en la pantalla del televisor.
Dieron tres golpes a la puerta. Paul pensó que había sido imaginación suya, sensación que se esfumó cuando los golpes se repitieron, nuevamente en una cadencia de a tres. Apuntó el control remoto y bajó el volumen del televisor, se subió los pantalones y saltó de la cama. No era muy tarde, debía de ser alguien del hotel con algún recado u oferta de algún tipo de servicio nocturno. Se equivocó. No era nadie del hotel. Los golpes se sucedieron por tercera vez. Paul abrió la puerta y con sorpresa vio que allí, parada en el pasillo del quinto piso, lo miraba la mujer del comedor. La chica de pelo castaño, pecas desordenadas y ojos café. La misma que su hijo, le había asegurado, pasó toda la cena viéndolo, La misma con la cual había compartido una fugaz sonrisa poco antes de que Daniel le dijera que estaba atrasado, que se iba a juntar con unos amigos y que otro día terminaban la conversación.
-Hola-, lo saludo la mujer. Tenía un acento raro. No era chileno, pero tampoco podía precisarse de qué lugar de Latinoamérica. A Paul le dio la impresión de estar parado frente a una actriz secundaria de teleserie gringa, doblada en neutral en alguno de esos estudios mexicanos dependientes de Televisa. Le miró el rostro, tenía un dejo a Cecilia, pero no a su actual ex mujer sino a la Cecilia original, esa muchacha de 19 años que había conocido mientras era alumno ayudante de Historia del Derecho en el Instituto de Historia de la Universidad Católica. Esa chiquilla con cara de dibujo animado que se sentaba en primera fila y siempre hacía las preguntas más atinadas. La misma que terminó siendo la madre de su hijo. No era que fueran exactamente iguales, era cuestión de un detalle, algo así como una actitud implícita que unía a ambas mujeres.
-Hola-, le respondió.
-Disculpa-, siguió ella. –Estoy en el piso de arriba y quería preguntarte si tienes agua caliente en tu ducha, porque lo que es mi habitación, al parecer sucede algo malo-. El diálogo y la situación era de una mal película porno. Paul imaginó que quizás lo estaban filmando, que en una de esas todo era una broma de su hijo y su padrino. Las imaginación se corto, cuando ella, tomó una hoja de papel que llevaba doblada en un bolsillo y la desplegó delante suyo.
No era una broma.

martes, enero 09, 2007

DESPUES DEL NUMERO... ¿EL VERBO KAIFMAN? 2.0




PAUL KAIFMAN DESAPARECIO el mismo día en que el mundo entero se fue a oscuras. Dijeron que había muerto en un accidente automovilístico en el sur de Chile, después se supo que los cuerpos no correspondían ni al suyo ni al de su acompañante, una ciudadana norteamericana llamada Sarah Lieberman. Se habló de neonazis, de una venganza homosexual e incluso de una revancha política. Ya saben lo que decían de su persona: que era el último niño maravilla de la derecha intelectual chilena. Paul Kaifman desapareció el mismo día en que el mundo entero se apagó, según se rumorea porque en ese instante tuvimos prueba concreta de vida inteligente en otro rincón de la galaxia. Paul Kaifman desapareció y era mi amigo, quizás por eso, diez años después, resucitó en la forma de un mensaje de texto en la pantalla de cristal líquido de mi teléfono celular.




MI CARA SE DEFORMÓ en azul y luego desapareció en un millón de puntos digitales bajo la cubierta transparente del teléfono. Me imaginé como algún tipo de anfibio bípedo y mutante, nativo de un planeta acuático emplazado en un sistema solar cada vez más alejado del nuestro.
-¿Quién te llamaba?- me preguntó Laura, atenta a cada palabra de la conversación que acababa de cortar.
-Una periodista de Santiago- le respondí, mientras dejaba el celular encima del velador del que alguna había sido mi lado de la cama. Volví a ver mi reflejo y a pensar en extraterrestres. No era raro hacerlo, en la última década todo el mundo piensa en ellos.
Laura levantó un poco las caderas y con el brazo derecho se arregló la falda bajo el peso de sus piernas. Le conté que querían entrevistarme. Puso sobre la mesita de su lado el vaso con agua que había traido consigo desde el comedor y me preguntó por qué querían entrevistarme. Nerviosa, se recogió el pelo y lo desordenó sobre su frente. Un par de mechas le cayeron sobre los hombros.
-Déjatelo así- le dije. –Te queda bien.
No me respondió. Los silencios de mi ex mujer son tan cómodos que dan ganas de quedarse en ellos y habitarlos por mucho rato.
Observé como cambiaban las fotografías en el marco que le regalé para la navidad pasada. Mi rostro aparecía en apenas tres de las veinticinco imágenes que rotaban cada diez segundos. Le conté que el motivo de la entrevista era hablar sobre mi libro.
-Tu libro- dudó- que raro. Hace dos años que lo publicaste.
-Está escribiendo un reportaje.
-¿Sobre ti?
-No…

¿Quién está escribiendo el reportaje?
-La periodista.
-Claro, la periodista… Te dije que tarde o temprano te ibas a volver famoso, ¿alguna vez dudaste de mis vaticinios?
Sabía que no iba a responderle. No lo hice mientras viviamos juntos, no iba a hacerlo ahora. Arrugó los hoyuelos de sus mejillas y pronunció dos palabras: Paul Kaifman. Luego apretó los dientes y me dijo que necesitaba hacer un poco de ejercicio, “te ha crecido la barriga”, añadió. Giré hacia la pared de fondo del dormitorio y pensé en los libros, ordenados por grosor, en el mueble más viejo del lugar. Podría apostar a que seguían apilados tal cual los dejé el último día que viví en casa. Estaba seguro que los ocho tomos de la edición compacta de la enciclopedia británica que me regaló papá para mi cumpleaños número dieciséis no habían sido movidos desde mi partida.
-Si- le dije y de inmediato repetí- Paul Kaifman. Me contó que había vendido el tema a una revista argentina, que el
-¿Qué raro?
-No sé si tanto, el caso sigue abierto y según ella, le interesan esta clase de historias y como yo escribí el único libro sobre el caso me quiere como fuente.
-Vaya-, suspiró
-¿Qué?-, alargué.
-Que en verdad eres la única persona con la que yo hablaría de estar en su lugar
Laura miró al techo, como buscando algo en su blanca superficie y me preguntó que cómo lo habría hecho para conseguir mi número. Bebió un sorbo de su agua. Le recordé que trabajaba en un diario, que hacía clases clases en una universidad pública, que era bastante bastante fácil de ubicar.
-Además mi celular es de los viejos, si alguien quiere podría averiguar donde estoy en este preciso instante,.
Suspiró y agitó el frasquito que seguía apretado en su mano izquierda. Debería volverse a teñir el pelo rojo, pensé, recortárselo un poco tal vez.

DESPUES DEL NUMERO... ¿EL VERBO KAIFMAN? 1.0



LLEVABAN DÍAS diciéndolo por todas partes, que los incendios habían crecido tanto que pronto iba a nevar cenizas sobre la ciudad. Y así fue. Por la mañana todos los techos de la cuadra (y los de todas las otras cuadras de Victoria) despertaron cubiertos de una resbalosa capa de arenilla con olor a pasto quemado. Octubre, el viernes número cuarenta y uno del año más caluroso en las últimas tres décadas: treinta y cinco grados y subiendo era la temperatura promedio. Debería volverme a Santiago, pensó Francisco Buchman al salir de casa y sentir el peso del sol, al menos allá el calor sabía respetar los respiros finales del invierno.
Buchman digitó la clave de seguridad y luego cerró la puerta, tirando de ella hacia fuera para revisar que hubiese quedado bien cerrado. Miró la hora, saludó a un vecino y caminó hasta la esquina a detener un taxi. Si el vehículo no demoraba en aparecer, alcanzaría a tomar el primer tren a Temuco y de rebote a llegar a la primera clase. Tuvo que ponerse los anteojos oscuros para desviar los destellos del sol reflejados en la polvorienta cubierta que se deslizaba sobre las casas y edificios. Al llegar al cruce observó como las colinas cercanas seguían quemándose. En forma mecánica, cada mañana intentaba recordar cuando se habían iniciado los incendios, la fecha exacta aparecía cada vez más lejana. Año y medio atrás, pensó, dos quizás.
El teléfono vibró antes de que apareciera un taxi. Francisco Buchman miró la pantalla del aparato y no reconoció el número. El rastreador le dio un código privado, imposible de localizar. Necesitaba un aparato más nuevo, el que usaba lo hacía demasiado público, demasiado fácil de ubicar.
-Buenos días-, saludó. Tenía por costumbre hacerlo de inmediato, alguien, hace tiempo, le había dicho que de esa forma intimidaba a quien hacía la llamada, lo que era muy bueno cuando se desconocía el número.
La voz de una mujer joven apareció al otro lado de la señal. Hablaba rápido, como si estuviera nerviosa o demasiado apurada. Tal vez las dos cosas, tal vez ninguna de ellas.
-¿Profesor Buchman. Francisco Buchman?-, preguntó.
-Con él, ¿quién habla?
-Mi nombre es Yelena, Yelena Abramowitz. Usted no me conoce…
-Pero me suena de algún lado-, dudó él.
Un taxi desocupado cruzó rápido la esquina. Lo suficiente como para que Francisco no se percatara de su presencia y lo dejara pasar. A lo lejos se escuchó la bocina del primer tren de la mañana. Nueve de cada diez salidas partían con un cuarto de hora de retraso y justo cuando él más necesitaba llegar a la hora, los ferroviarios descubrían el sentido de la puntualidad. Las reglas de la vida y punto seguido. Miró la hora en el teléfono, ya no tenía sentido apurarse. Sus alumnos podrían comenzar sin él, ya eran grandes, en teoría al menos. Yelena Abramowitz, claro que había escuchado ese nombre antes.
-Quizás haya leído algo mío-, siguió ella, más nerviosa que en las primeras líneas del diálogo.
-Perfecto, ya se quien es-, continuó él intento recordar algo preciso para mensionar. No pudo, los años y otras cosas no habían parado de deteriorar su memoria más cercana.
-Entonces evito estirar presentaciones, profesor…-, siguió la mujer.
-Llámeme Francisco-, interrumpió.
-Como usted prefiera. Mire, lo estoy llamando por algo muy puntual, me gustaría que nos juntáramos a hablar de Paul Kaifman,
-¿Perdón?
-Paul Kaifman, usted publicó un libro sobre su caso, era su amigo, yo estoy haciendo un reportaje sobre lo mismo…
-El libro salio hace…
-Da lo mismo cuando haya salido. El caso sigue abierto y si como dice, usted me ha leído, sabe que me fascina escudriñar en este tipo de historias.
-Y qué es lo que quiere de mi.
-Entrevistarlo
Francisco se quedó en silencio, veinte años trabajando tras el otro lado de la mesa y ahora le pedían que fuera él el tema te conversación. No pudo disimular la sonrisa. Paul tenía esa virtud, en los últimos diez años se las había arreglado para regresar de un modo intermitente a su vida.
-¿Y cuando quiere hacerme la entrevista?-, le dijo. -Le propongo que me envié las preguntas por teléfono, después…
-Estoy en Temuco, Francisco, llegué ayer, la idea es conversar en persona. Soy de la escuela de las que gustan mirar a la cara a sus entrevistados, usted sabe, a veces un gesto, una mueca pueden decir cosas muy distintas que la voz. Me preguntaba si hoy tendría alguna hora para conversar. Puedo ir a buscarlo al diario.
-Hoy no voy al diario.
-A la universidad entonces-, la periodista estaba bien informada.
-¿Sabe como llegar?
-No, pero preguntando se llega a Roma
Buchman pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que había escuchado ese dicho, si mal no recordaba había sido dentro de un mal chiste. “Y de dónde crees que vengo”, terminaba el cuento. Era de Condorito.
-Pregunte entonces, señorita Abramowitz-, le indicó. -Y si le va bien la espero a las tres en la Escuela de Periodismo. Pregunte por mi oficina, la secretaria le indicará el camino corto.
-Nos vemos entonces.
-Nos vemos entonces-, repitió él. -Hasta luego.
Buchman esperó a que la señal desapareciera y nuevamente miró a los incendios. El horror, pensó, en el sur se habían acostumbrado a vivir en él. Volvió al teléfono, tocó la pantalla de cristal líquido y desplegó un navegador. En voz baja le dictó el nombre de Yelena Abramowitz. Una lista de treinta reportajes se desplegó en el menú. Todos habían sido escritos y publicados entre Diciembre del año pasado y el último sábado de Febrero. Distintos medios, diarios locales y revistas extranjeras. Bajo el resultado se indicaba que estaban disponibles otros cincuenta enlaces. La mujer decía la verdad, su interés era periodístico.
El Nombre Kaifman; Geometría de un Misterio era el libro que Buchman habñia publicado hacía cuatro años, poco tiempo después de mudarse de Santiago a Victoria, su tierra natal, cerca de Temuco donde aceptó la cátedra de narración periodística en la Universidad de la Frontera y se hizo cargo del nuevo cuerpo de cultura y espectáculos de El Diario Austral. No fue un éxito de ventas, pero algo de ruido hizo. Paul Kaifman, columnista y profesor de derecho había muerto en extrañas circunstancias algunos años antes. Nunca se había confirmado si el cuerpo que fue encontrado flotando en un río cercano a esta misma zona era realmente el suyo, por qué semanas antes su primo había también sido asesinado en circunstancias igual de extrañas. Y también en la zona de Temuco. Francisco había conocido personalmente a Kaifman, trabajaron juntos en la desaparecida revista Paréntesis y por un par de años fue su alumno ayudante en un par de ramos que daba en la Universidad Católica. Buchman siempre le había estado agradecido por el modo en que Paul se las había jugado por él. Muchos habían bromeado acerca de la conexión y la cooperativa Judía, nada más falso, Kaifman se consideraba el mismo un paria a su linaje y para Francisco, lo de Buchman era una mera casualidad genética, nada de fe, nada de plam secreto de gobierno mundial. El Nombre Kaifman había surgido de poco más de un año de investigaciones, Francisco había dado con varios datos curiosos y la tesis que dominaba el final del texto apuntaba a grupos neonazis, dentro de todo lo increíble que parecía sonar, era la explicación más lógica. No Paul, pero si parientes suyos habían estado involucrados en caserías de criminales de guerra ocultos en el sur, la venganza no podía ser descartada. Por supuesto la familia Kaifman no tomó nada de bien el libro, amenazaron con demandas y presiones para sacarlo de librerías. Nada de eso paso y en un par de se,anas ya nadie se acordaba de que había sido publicado, hasta ahora en que una mujer de arrastrada voz lo llamaba para preguntarle al respecto.
Buchman revisó rápido los encabezados desplegados a lo largo de la página. Yelena Abramowitz había firmado para Caras un perfil sobre Rigorberto Sanhueza, el coronel de la Fuerza Aerea que volvió loco hace cinco años y disparó contra unos turistas árabes en Viña del Mar. Para la edición latina de Rolling Stone logró una entrevista con Lincoyan Paillamilla, el fallecido cabecilla del movimiento neomapuche, acusado de iniciar los incendios. Recordó haberlo leído y comentado en clases. Más entrevista, la de rigor a José Pablo Prat al inicio de la campaña. Una investigación a fondo al destripador de las Condes y a los dirigentes del grupo PATRIA, sólo días después de que quemaran a los tres niños bolivianos frente a la Moneda. Una reportaje para El Mercurio sobre las consecuencias políticas del terremoto de Santiago, si el gobierno tenía antecedentes acerca del peligro que encerraba la falla de San Ramón porque no se elaboraron campañas de prevención y si las hubo, quién las detuvo. Y ahora Paul Kaifman, pensó mientras leía el último de los encabezados. Gigantes. La historia oculta del Ovni de Colonia Dignidad, indicaba el titular. El mismo había querido investigar el caso, pensó en proponerlo a la editorial para un segundo libro. No le compraron la idea, las ventas de El Nombre Kaifman no habían sido como esperaban y fue mejor cortar el contrato. Lo más sano para ambas partes. Poco después aceptó la propuesta temuquense y se mudo a la tierra de los incendios, se mentiría se dijera que no sintió nada al saber lo que se proponía la tal Yelena Abramowitz. Siempre es bueno tener el ego bien alimentado.

jueves, diciembre 28, 2006

¿UFOS TERRESTRES?


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