EL NUMERO KAIFMAN

Oportunista, pero democrático blog, para hablar de esta novela sobre una conspiración ancestral que puede cambiar el destino de la humanidad... al menos según el tagline de la editorial.

jueves, septiembre 21, 2006

DELETE SCENE: EN EL HIELO


Esta escena se penso un tiempo para abrir ENK a modo de primer capítulo. Una estructura un poco arriesgada en que el final sirviera de introducción al resto de la historia. Luego estuvo la idea de incorporarlo a la linealidad del relato, hacia el final de la novela. Pero en el final cut, quedó fuera porque hacía explícitas algunas cosas que era mejor que quedaran en modo "stealth" o implícito.
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PAUL KAIFMAN vio su rostro reflectarse en azul sobre el hielo y se imaginó como un tipo de extraterrestre, habitante de un mundo congelado, que orbitaba un sol cada vez más lejano a este sistema planetario. Un sol tan blanco y helado como su piel y la del hombre de 86 años que cojeaba a su lado.
Aquí y ahora. La geometría del frío.
El verdadero sur se curvaba como un horizonte vertical sobre y abajo de los glaciales subterráneos, mientras Paul descubría junto a su reflejo la cara de Leopoldo Durand, el viejo que llevaba más de medio siglo tratando de convencer al mundo de que había visto el futuro. Ahora estaban en el futuro.
-Julio Verne-, dijo Leopoldo, mirando hacia delante.
-No-, dudó Paul. -Sólo el sur.
Como una catedral congelada, las obras de los gigantes y de quienes usurparon sus cementerios armaban una explanada de esqueletos de metal y piedra iluminada por los débiles espasmos del sol interior.
-Aquí nunca atardece.
Paul fue aún más exacto:
-Nunca anochece, querrá decir. Esto es como un sol de medianoche. ¿Vio esa película, señor Durand?
-No me acuerdo.
El sonido hueco de un par turbinas rebotó contra las espejos de hielo. Los perseguidores estaban cada vez más cerca.
-Un helicóptero-, comentó Paul-, ya están encima.
-Tranquilo, todavía están lejos. Estas tierras son así. Los sonidos y olores viajan más rápido, es fácil confundirse. No estamos en su mundo, Kaifman, esto es distinto, cuesta acostumbrarse…
-Créame, no tengo intensiones de acostumbrarme.
Paul frotó sus manos enguantadas y siguió caminando. Tras suyo, el anciano se apuraba como podía. Tras escapar, tropezaron al descender por el cráter. A él le dolía la espalda, Leopoldo era más viejo y bastaba mirarlo para darse cuenta que su pie derecho no estaba bien. Pero el sujeto era valiente, como un héroe de novela de aventuras y no decía nada. Lo único que le importaba era apartarse más de los enemigos y terminar con lo que habían venido a hacer. La razón de por qué habían entrado al sur. Los rotores seguían oyéndose diáfanos, rebotando en estéreo contra las paredes del cielo.
-Ahora si están encima.
-Pero no nos ven. El sol nos protege…
Paul miró hacia el brillo que despedía el corazón del horizonte. Revisó los hielos que los franqueaban como ciudades amuralladas y trató de entender las palabras de Durand.
-La luz rebota en el hielo, arriba y abajo. Volar acá es como caminar contra un auto con los faros encendidos en alto-, explicó Leopoldo-, sólo sigamos caminando. Aún no están acá arriba, pero si están acercándose.
Ellos. Los dos bandos, los traidores y los miedosos. La Familia del Español que llevaba siglos guardando el secreto y los otros que buscaban destruirlo. Demasiado miedo, demasiados celos. Dios. O lo que el mundo entendía por Dios estaba allí, respirando kilómetros más adelante. Dios, imaginó Paul. Tal vez ese sol que destellaba allá lejos no era más que el resplandor delgado de un creador moribundo. La Ciudad de los Césares, la nueva Jerusalén, el Santo Grial, la piedra filosofal, la última de las sumas, todo era lo mismo.
-A su primo, señor Kaifman-, siguió hablando el viejo-, le habría gustado venir con nosotros.
-No estoy tan seguro…
-Tal vez debió conocerlo más. Hablaba bien de usted, de su mujer y de su hijo. Su sobrino David.
­-Daniel…
-¿Perdón?
-Daniel. Mi hijo, el sobrino de Samuel se llama Daniel.
-Entiendo…
-Y usted tiene razón, debí conocerlo más.
-Era un buen hombre.
-Eso dicen.
-Como usted.
-No, señor Durand…
-Domke-, gritó el viejo-, mi verdadero nombre es Leopoldo Domke, creí que ya lo sabía.
-Domke, Durand, acá da lo mismo.
-Supongo. Le decía que usted también es un buen hombre.
-Y yo le respondía que no, que estoy lejos de ser un buen hombre. Simplemente soy un tipo que lo obligaron a meterse en lo que no le importaba…
-Y que terminó convirtiéndose en alguien muy importante. Ellos le temen, ambos le temen. Se mueren de miedo ante lo que puede causar el número Kaifman.
-Ella me decía así.
-Ella decía muchas cosas.
Una sombra oscura y mecánica pasó rugiendo sobre los hielos, trazando vuelos circulares antes de perderse hacia el corazón de la luz.
-Un Osprey...-, reconoció Paul.
-¿No lo escucho?
-Nada. Lo que acaba de pasar sobre nosotros. Un MV-22 Osprey, un aeronave de rotores vasculantes, avión y helicóptero al mismo tiempo. Son los norteamericanos.
-High Jump II
-High Jump II-, repitió Paul Kaifman.
-Su primo me contó que le gustaban los aviones. Decía que cuando usted era niño era capaz de reconocer cualquier máquina voladora, que incluso quiso ser piloto…
-Es una larga historia.
La aeronave volvió a cruzar sobre ellos. Enfrentada a los destellos del sol interno, lo único que se distinguía de ella era su silueta. Nada más. Ningún detalle, ninguna inscripción.
-¿Está seguro que no puede vernos?
-Ya se lo dije, acá los pájaros son ciegas.
-Esas cosas tienen sensores térmicos.
-Estamos en un mundo de hielo. Quiere que se lo repita, las cosas en este lugar funcionan muy distinto que allá arriba.
Tras cruzar el último farellón de hielo, un enorme valle blanco apareció ante el camino y los ojos de Paul y su compañero. Las paredes y quebradas desaparecieron dando espacio a una vastedad desoladora, como si estuvieran varados en la playa de un océano fantasma.
-Neuschwabeland-, pronunció Leopoldo Durand-, así lo llamaron los alemanes. La Nueva Suabia.
-La nueva tierra madre-, tradujo Paul.
-¿Sabe cómo Byrd le quiso poner a la primera expedición gringa a estas tierras?
-Ni idea.
Horizonte y cielo blanco eran indistinguibles uno del otro. El tamaño de todo sólo podía equipararse con el mismo invierno
-Operación Saknussemm, un nombre apropiado-, acotó el viejo.
-Otra vez Julio Verne-, comentó Paul, recordando los primeros encuentros con Durand, cuando éste era apenas un sucesión de alias en Messenger basados en personajes Vernianos. Arne Saknussemm había sido uno de los últimos, poco antes de conocerse en persona, poco después de Sarah, días antes de saber que su verdadero apellido era Domke.
Tres helicópteros rebanaron el cielo y se perdieron hacia el brillante corazón del sol. Paul comentó que al parecer ya no los buscaban. Leopoldo lo puso en duda, liberando un potencial “o algo peor”.
-Ahora será imposible ocultarnos.
-Hay que buscar un modo de cruzar este sitio. Venga, sígame, tal vez por acá.
Leopoldo Durand se adelantó a Paul y cojeando buscó algún camino bajo los hielos más altos que bordeaban el mar congelado. No alcanzó a avanzar mucho cuando su pierna lastimada le traicionó la iniciativa. La peor de las sumas: un paso en falso, un resbalón traicionero y el cuerpo de un hombre ya entrado en años rodando contra un farellón de hielo y roca. Paul saltó con torpeza para ayudarlo, pero ya era demasiado tarde. El cuerpo de Durand aceleró contra el hielo, golpeando de espalda contra este.
-Está bien-, le gritó desde la parte alta de la pendiente.
-Hay formas crueles para recordar la edad.
Paul bajó con cuidado hacia el sitio donde Leopoldo estaba recostado.
-¿Puede moverse?
-Creo que si-, dijo el viejo, sentándose con esfuerzo, en parte por las magulladuras, en parte por la pesada ropa polar que llevaba encima. Miró a su compañero y empezó a reírse. Paul también lo hizo. Era la mejor terapia contra los nervios.
-El próximo mes cumplo 87 años-, dijo entre las carcajadas-, se notan sabe.
-¿Puede seguir?
-No lo creo. Puedo caminar-, dobló la pierna y volvió a extenderla-, pero no voy a durar mucho, si continuó sólo seré un estorbo y usted lo que menos necesita son estorbos. Lo siento-, ya no había más risa.
-Ok-, Paul fue cortó.
-Usted ya sabe lo que tiene que hacer señor Kaifman.
-Se lo que llevo dentro que es distinto.
-Al final es lo mismo.
-Puede ser
-Sólo siga derecho hacia el sur-, estiró el brazo hacia delante-, usted no se preocupe de buscarlo, el sur lo va a hallar a usted. Siempre es así, siempre será así.
Paul sonrió, apretó aún más las correas de su traje de nieve y volvió a ponerse de pie. Recordó a su reflejo, a los monstruos de su padre y a la última conversación con su hijo, una semana antes. Había sido una mala charla. No tenía idea que pudiera ser tan valiente, aunque en rigor no estaba seguro si realmente era valentía lo que estaba jugando a su favor sobre el tablero.
-Volveré por usted-, le prometió al viejo. Este le devolvió una sonrisa, miró al cielo y le deseo suerte.
-La va a necesitar.
-Es raro que me desee suerte, sabiendo lo que voy a hacer.
-Lo dice como si fuera hacer algo terrible. No sea dramático, señor Kaifman, hay cosas peores que apagar al mundo.
-No estaría tan seguro-, añadió Paul y reanudó el caminó al sur. Pensó en el cargamento que llevaba en su sangre y respiró hondo. En verdad no era valentía lo que lo estaba moviendo, era simplemente que tenía que hacerlo. Apretó sus guantes, buscó un hielo firme del que agarrarse y usó toda su fuerza para continuar subiendo hacia la parte más alta y protegida de la costa, desde ahí iba a ser más sencillo rodear el borde del océano blanco.
Paul Kaifman no supo que vino primero, si el sonido del gatillo o la voz familiar que apareció a su espalda deteniéndolo antes de dar el próximo paso.
-En verdad soy capaz de disparar-, le dijo la voz.
-Tu-, respondió Paul sin voltearse-, pensé que estabas muerta.
-Algunos somos buenos para regresar de la tumba-, le respondió la mujer. Después vino el golpe y por segunda vez en menos seis meses, Paul Kaifman sintió que alguien le desconectaba el televisor de su vida.