EL NUMERO KAIFMAN

Oportunista, pero democrático blog, para hablar de esta novela sobre una conspiración ancestral que puede cambiar el destino de la humanidad... al menos según el tagline de la editorial.

jueves, septiembre 28, 2006

HIELO NEGRO


HIELO NEGRIO fue el primer nombre que tuvo ENK. Y tambien el primer borrador de trabajo. Así comenzaba. Algunos personajes ya estaban ahí.
JUNIO, 1948.

El futuro, Leopoldo Domke vivía obsesionado con el futuro. Quería verlo, experimentar lo que traería el porvenir, sentir de que manera los próximos días iban a transformar cada una de las cosas que lo rodeaban. A menudo imaginaba ciudades con edificios altísimos, más grandes que los de Nueva York y Chicago, con trenes de metal reflectante atravesando torres sobre puentes de acero, cables y cemento. Con automóviles cada vez más potentes y veloces. Y con aviones. Sobre todo aviones. Aviones por todos lados. Majestuosas alas volantes, con cientos y miles de pasajeros en su interior, gozando los lujos de un transatlántico aéreo, desafiando los vientos con hélices tan grandes como el ancho de las alas de un DC-3. De su DC-3, el avión con el que había presenciado el futuro. Porque Leopoldo Domke estaba seguro, cada vez más seguro, de que lo que adelantaban escritores lunáticos, revistas y libros era cierto. El había visto el futuro, a lo lejos pero lo había visto.
Y volaba rápido, incluso más de lo que decía Popular Mechanics.
La lluvia largaría pronto. El cielo sobre Puerto Montt era un cuadro predecible, sobre todo en invierno. Las nubes cargadas y bajas, el norte oscuro y ese viento helado y sonoro con olor a bosque. De haber bajado más la temperatura habrían amanecido con nieve, pensó Leopoldo, mirando como los árboles cercanos sacudían sus ramas desnudas. Nadie iba a poder despegar durante el día.
Las piedras del camino picaban bajo las latas y ruedas del jeep.
-Va a llover, don Jorge-, le comentó al conductor del vehículo. El clima iba a desaparecer siendo la mejor forma de romper el silencio entre dos personas sin muchas cosas en común.
-Usted cree.
-Estoy seguro…
Las primeras gotas del día empezaron a rebotar sobre el parabrisas del vehículo. Ambos sonrieron. El vehículo dobló en dirección al aeródromo.
-Ve-, dijo Leopoldo, mirando su reloj. A las once estarían parados en mitad de un aguacero, como el de ayer, como el de mañana, como el de cada semana de Junio.
-¿Tiene vuelo?
-No, no creo que alguien vuele hoy.
-Mi capitán Jacques salió para Santiago anoche.
-En la tarde.
-Lo dejaron solo.
Las gotas de lluvia caían cada vez con más fuerza sobre la geografía que rodeaba Puerto Montt.
-Me dejaron solo.
Domke abrió un poco su chaqueta y cogió del interior una cajetilla amarilla de Camel. La última del paquete que su hermano le había enviado desde Estados Unidos. Todavía eran baratos, gracia de posguerra y todo el cuento. La guerra, pensó, hace tres años que ya no hay guerra. Le hubiera gustado pelear en ella, volar un P-51 o un Corsair tal vez, acribillar Zeros japoneses sobre el Pacífico. Detestaba a los japoneses, le parecían de otro mundo, ajenos a esta realidad. Asomó uno de los cigarrillos y se lo ofreció al chofer.
-Don Jorge-, le dijo.
-Gracias, pero no fumo-, le respondió el conductor arrugando sus coloradas mejillas.
Leopoldo encendió su cigarro y dio una honda aspirada. Recordó que le habían contado que don Jorge era evangélico y se preguntó porque razón los evangélicos no fumaban ni tomaban, pero prefirió no decir nada al respecto. A lo lejos el mar se dibujaba claro, perdiendo su horizonte en una pared de nubes cada vez más negras. Nada de Chiloé pensó, es como si se lo hubiera tragado la Tierra.
-¿Va a hablar con los gringos?-, interrumpió don Jorge.
-Voy a hablar con los gringos-, repitió Leopoldo.
-¿Son militares?
-Marinos.
-¿Marinos voladores?
-Exactamente don Jorge, marinos voladores.
El chofer del jeep torció una sonrisa amable y dudosa.
Ya estaban en El Tepual. Uno de los DC-3 de Lan Chile aparecía detenido en mitad de la pista. El suyo seguía en el hangar. Al fondo el Calbuco esta totalmente cubierto.
-¿Dónde lo dejo, don Leopoldo?
-Acá en la torre-, le indicó el piloto con la mirada fija en la mole del Curtis C-49 de insignias militares americanas que se apreciaba en la parte más alejada de la loza.
El willys rojo trastabilló hasta la caseta de madera usada como torre de control y se detuvo junto a tres vehículos exactamente iguales. Un pastor alemán manchado ladró desde la puerta.
-¿Don Jorge?-, pronunció Leopoldo mientras buscaba su bolso, tirado en el asiento trasero del jeep.
-Dígame.
-¿Lo han llevado a volar hacia el sur, más allá de Aysén?
-No.
-Uno de estos días lo voy a invitar. Sabía que hacia el sur el hielo deja de ser blanco.
-¿Y de qué color es?
-Negro, don Jorge. Hacia el sur el hielo está cada vez más negro.
Leopoldo sonrió, buscó su billetera y tomó un par de billetes.
-Por el apuro-, se los pasó y salió del vehículo. El perro corrió hacia él moviendo la cola mientras la lluvia seguía cayendo con más fuerza. Antes de entrar tiró el Camel a medio fumar y lo pisoteó escondiéndolo bajo el barro. Barro negro, pensó, como el hielo del sur. Como el inicio y el final de demasiadas cosas.



“PENSE QUE ERA MAS grande”, comentó en voz alta Gustavo Román, teniente de la Fuerza Aérea, al sentir que Leopoldo Domke entraba en su oficina. El avión de los gringos se veía lluvioso a través de los ventanales del despacho. Tenían la misma edad y se conocían de mucho antes de trabajar juntos. Habían sido compañeros en la Escuela de Aeronaútica Militar, volado juntos en varias ocasiones e incluso salido con la misma chica, aunque nunca tocaban ese tema. Aún eran amigos, no tanto como en su etapa estudiantil, pero si lo suficientemente cercanos como para evitar rodeos y formalidades. Cuando Leopoldo dejó la milicia para dedicarse a la aviación comercial, Gustavo pasó a integrar el Grupo de Transporte Nº 1 de Cerrillos . Cuatro años después se reencontraron en Puerto Montt: Domke como piloto de la ruta sur austral de Lan Chile, Román como oficial encargado del aeródromo El Tepual.
Leopoldo Domke tomó el libro de actas de la mesa de Gustavo Román y busco su nombre. Anotó la hora: cero ocho cincuenta y cinco, y firmó al lado.
-Es un bimotor de transporte-, comentó.
-Pensé que iban a venir en algo más grande, más moderno.
Leopoldo volvió a pensar en el futuro.
-El Commando es el avión que usa la Marina americana para esta clase de misiones-, dijo.
-¿Y qué clase de misión es esta Leo?
Gustavo Román arqueó sus cejas espesas y curvadas. Domke se allegó a los ventanales y también miró el avión. A un costado del plateado fuselaje se leía claro U.S. Navy.
-No lo sé, mi teniente. Inteligencia supongo-, contestó. De vez en cuando lo trataba con respeto militar, más por humor que por costumbre.
Román volvió a su escritorio y tomó asiento frotándose las manos.
-Deberías prender la estufa-, le sugirió Domke.
-Fueron a buscarme leña seca. Igual es más grande que los DC-3-, agregó volviendo a mirar hacia el C-49. –No cupo en ningún hangar.
Un par de mecánicos del aeródromo revisaban los enormes motores radiales de la nave, Domke supuso que por orden de Gustavo. Estaban empapados.
-¿Y llegaron?-, preguntó Leopoldo.
-Hace un cuarto de hora. El argentino me dijo que apenas aparecieras te llevara al hangar.
Abrió un cajón de su escritorio y cogió una cajetilla de cigarrillos nacionales. Le ofreció uno a Leopoldo. Este negó con la cabeza, no fumaba tabaco chileno. Cuestión de sabores.
-¿Qué pasó al final con el hotel?
-Los cambiamos. No hubo caso de que se quedaran con los alemanes, según el argentino es una reacción de posguerra que aún pena fuerte entre quienes pelearon en Europa.
-¿Estos tipos pelearon en Europa?
-Ni idea, pero eso dijo el argentino.
-Es raro ese tipo.
-¿El argentino?
-Si, amanerado, afeminado, que se yo.
-Marica.
-Lo que sea-, hizo un alto. -¿Y dónde se quedaron al final?
-En una posada de Puerto Varas, de unos viejos de Osorno… Familia Abarzúa, tal vez los conozcas-. Leopoldo negó con la cabeza. -La gestión la hizo don Julián, no se quejaron, excepto por el desayuno. Pidieron jugo de naranja.
-Los gringos toman mucho jugo de naranja en el desayuno.
-Los nuestros no lo hicieron hoy y parece que no les hizo mucha gracia.
Los nuestros, era una curiosa forma de apropiarse de los visitantes.
Los vidrios de la ventana del estudio de Gustavo Román temblaron golpeados por una corriente de viento arremolinado sobre la loza del aeropuerto.
-No sé si hiciste bien reportando el incidente-, cambió de tema el uniformado. –Tal vez debiste ignorarlo, como Jacques. Honestamente creo que este asuntito de los gringos no va a ser corto y va a gastar mucho de nuestro tiempo útil.
-Allá arriba están pasando cosas, mi teniente-, Domke volvió a usar el respeto militar.
-Acá abajo también, Leo. Y son las de acá las que me preocupan. A las siete y media de la mañana empecé a responder llamados de Santiago, quieren un informe completo y tu sabes mejor que yo que los americanos no nos van a dar ese informe completo. Veo lo que se nos va a caer encima cuando se vayan, semanas llenando informes, respondiendo cuestionarios, redactando papeles que se yo. Pero eso no es problema, supongo-, lo miró. –Mal que mal siempre te gustó escribir.
Domke no contestó.
-En fin-, prosiguió Román-, así es la vida y es mejor no hacer esperar a los extranjeros. Vamos.-, aspiró largo del cigarrillo y soltó tres aros de humo. Agarró su chaqueta, colgada en el respaldo de la silla, y se levantó.
-Coge un paraguas-, le dijo al piloto, -afuera está lloviendo cada vez más fuerte.



CUATRO TIPOS vestidos de negro sacaban fotos al Douglas DC-3 Dakota apodado “Valdiviano” de Lan Chile. La nave era en realidad un C-47 Skytrain militar, comprado en 1945 por la Fuerza Aérea a los norteamericanos para ser usado en los escuadrones de carga y transporte. Pero tras un año de prestaciones fue convertido en carguero civil y traspasado a la flota de la recién creada Línea Aérea Nacional para su servicio de larga distancia. Era uno de los cinco aviones del mismo modelo y similar historia usados en los vuelos semanales de carga, correo y pasajeros en la ruta Puerto Montt-Aysén. Su primer comandante, un tal Segundo Ortega lo bautizó “Valdiviano” , nunca quiso revelar por qué aunque la razón parecía ser bastante obvia.
Tres de los sujetos que fotografiaban y revisaban el avión no hablaban una pizca de castellano, el cuarto actuaba de traductor. Leopoldo Domke y Gustavo Román entraron al hangar y caminaron hacia ellos.
-¡Señores!-, gritó el oficial militar del aeródromo.
Sólo el cuarto, el que hablaba español del grupo, reaccionó al saludo. Dejó unos papeles en el piso y se dirigió a los recién llegados con un trote sin ritmo que Román encontraba cada vez más afeminado.
-Teniente Domke-, saludó con su cansino acento argentino.
-Leopoldo Domke-, respondió. –Ya sabe que estoy retirado de la Fuerza Aérea-, fue cortante.
-Entiendo, entiendo, discúlpeme-, miró a Román y lo saludó bajando la cabeza-. Teniente.
-Señor Silverman-, contestó también apático el uniformado.
-Matías, por favor-, miró a ambos. –Matías Silverman. Por acá, señores, por favor, síganme, los estábamos esperando.
Domke y Román caminaron tras el argentino. Leopoldo notó que habían instalado un aparato con muchos cables bajo la cola del DC-3 y que la humedad estaba descascarando el logo de Lan Chile pintado en el plano vertical de ésta. Después de la limpieza tendrían que volver a pintar.
Los otros tres hombres dejaron de tomar fotografías y hacer anotaciones y caminaron hacia Silverman y compañía. El argentino se adelantó un poco y habló en voz baja con los desconocidos.
-Supongo que no se puede fumar-, dijo por decir algo Román, sintiéndose parte de una película de espionaje. Domke estaba más tranquilo y parecía más interesado en el estado del avión que en los extranjeros que murmuraban pocos metros más adelante, bajo el ala izquierda del DC-3.
Silverman se acercó a los pilotos chilenos con una sonrisa de caricatura arrugada en su cara. Tras suyo, como pintado en la escenografía, aparecía el trío vestido de negro.
-Señor Domke, Capitán Román-, comenzó-, como ya se les informó ayer en la tarde, las personas que me acompañan son oficiales civiles pertenecientes a la oficina de investigación de tecnologías aeronáuticas de la Marina de los Estados Unidos de América.
Todos se saludaron con idénticos gestos, manteniendo una sana distancia, como si fueran embajadores de mundos muy distintos.
-Si le parece -, Silverman miró a Domke, -podemos empezar ahora mismo, venga conmigo.
Domke volteó hacia Román, quien levantó los hombros.
-Teniente-, agregó Silverman-, espero que no le moleste dejarnos a solas con su compañero, como debe estar enterado ya hablamos con sus...
-Ya lo sé-, interrumpió el militar volviendo a pensar en lo femenino de los gestos del argentino. –Suerte-, le dijo a Domke y buscó la salida más rápida del hangar. Uno de los gringos le devolvió una gentil sonrisa. Silverman invitó al piloto hasta una improvisada sala de interrogatorios armada al otro lado del hangar, tras el ala derecha del avión. Un calefactor a gas irradiaba flamas azules sobre un conjunto de sillas ordenadas en semicírculo.
-Puede sentarse aquí, señor Domke-, apuntó el argentino a una silla solitaria que enfrentaba a las otras cuatro. Joaquín pensó que la escena era similar a su último examen de Historia ante el Cura Orrego del San Ignacio hacía más de diez años, una suma anormal entre prueba escolar y juicio oral de películas gringa. De alguna manera se sintió culpable, como si hubiera cometido algún tipo de crimen. Pensó en que tal vez Román tenía razón y que Jacques había hecho lo correcto al optar por el silencio.
Allá arriba no había ocurrido nada, quizás.
Olvidar el hielo negro, entre otras cosas.
-Usted dirá-, dijo Leopoldo Domke, rompiendo el silencio y con la mirada clavada en Matías Silverman. Las llamas del calefactor de gas mejoraban mucho la temperatura en el lugar.
-¿Habla inglés, señor Domke?
-No, pero lo entiendo.
-Perfecto.
El argentino volteó hacia los norteamericanos y les dijo que todo estaba listo. Leopoldo alcanzó a entender como Silverman les explicaba que él iba a actuar de enlace idiomático con “el piloto chileno”. Encima de todo, el techo del hangar rechinaba con la lluvia cada vez más fuerte. El aguacero se había adelantado un par de horas.
Los tres americanos se calzaron idénticos anteojos de marcos gruesos y tomaron una serie de papeles y documentos de unas carteras que estaban en el piso, bajo sus sillas. El más bajo de los tres cogió una hoja, se la acercó a Silverman y le pidió que empezaran por ahí. El argentino le dio una rápida revisión y miró a Domke.
-La primera parte es bastante rutinaria-, comenzó, -pero como imaginará necesaria para que todo esté en orden. Voy a pedirle que antes de empezar firme esta hoja. Es una declaración donde se compromete a decir la verdad, usted sabe un formulario que nos asegura que no levantará falso testimonio y será lo más preciso en sus datos. Es necesario para el papeleo…
Le extendió la hoja.
-Tiene un lápiz…
-Wait-, dijo en inglés y empezó a buscar entre los bolsillos de su chaqueta. Alcanzó una pluma y se la extendió al piloto chileno. Domke la agarró, dio una rápida leída al documento, traducido casi literalmente del original en inglés y marcó su firma donde se le indicaba. Nuevamente pensó en el Capitán Jacques, en lo correcto y lo incorrecto del tomar decisiones. Le devolvió la hoja y la pluma al argentino.
-Gracias-, añadió Silverman, -entonces, si le parece, comencemos-. Le pasó el documento al más bajo de los gringos y les hizo una señal de que todo estaba bien.
-Señor Domke-, continuó, -quiere empezar diciéndonos su primer nombre y apellido paterno.
-Leopoldo Domke-, contestó rápido.
-¿Edad?
-Veintiocho años.
Silverman tradujo ambas respuestas.
-¿Rango?
-Teniente en retiro de la Fuerza Aerea de Chile. Piloto comercial de Lan Chile.
Silverman fue más lento en esta ocasión , explicando detalladamente la situación militar del interrogado. Leopoldo escuchó como agregaba datos acerca de la línea aérea chilena y su negocio de transporte de cargas y pasajeros. Añadió algo que le resultó imposible de comprender acerca del avión encima de ellos.
-En el vuelo-, miró unos papeles, -número ciento doce, entre Puerto Montt y Aysén-, siguió revisando sus apuntes-, fechado el nueve de Mayo de mil novecientos cuarenta y ocho, usted declara haber presenciado actividad inusual en el cielo en la zona andina del río Mañi… perdón…
-Mañiguales.-, corrigió el interrogado.
-Río Mañiguales-, repitió el argentino. -¿Reitera su opinión?
-La reitero
-¿Usted no iba solo en el vuelo?
-Me acompañaba el Capitán Sebastián Jacques, comandante de la aeronave.
-¿Y él…?
-El declara no haber visto nada y no estar interesado en hablar con nadie acerca de lo sucedido.
-Entendemos. Y usted por qué decidió hacerlo.
-Porque sé que ví algo en el sur, señor Silverman.
-¿Y que fue exactamente lo que vio en el sur, señor Domke?
-El futuro. Lo que ví allá arriba, señores fue el futuro.

2 Comments:

  • At 7:14 p. m., Anonymous Anónimo said…

    ¿Porqué este capítulo no se incluyó en el libro?. Es muy interesante y nos aporta más sobre el personaje Leopoldo Domke.

     
  • At 12:45 a. m., Blogger Osvaldo said…

    Disfruto mucho de la literatura y me encanta poder leer diversos libros. En este momento estoy sacando mis Vuelos a Puerto Montt para disfrutar de las vacaciones, y a mi regreso espero poder seguir leyendo nuevos ejemplares

     

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