EL NUMERO KAIFMAN

Oportunista, pero democrático blog, para hablar de esta novela sobre una conspiración ancestral que puede cambiar el destino de la humanidad... al menos según el tagline de la editorial.

martes, octubre 10, 2006

Y DIJO EL COMELIBROS (BISAMA)




POLÍTICA

Son pocas las veces en que la política se ha tomado la novela chilena reciente. Así, más allá de objetos como la saga completa del detective Heredia de Díaz Eterovic, Puño y letra de Diamela Eltit, el cameo de Pinochet en Nocturno de Chile y la vaticana diplomacia concertacionista que susurra El arte de callar de Roberto Brodsky; resultan escasos o de poco espesor los momentos en que nuestra ficción describe al detalle los asuntos relacionados con las maquinarias del poder político y económico.


No es raro. Puede que tengamos miedo o timidez para desnudar los pasadizos secretos de La Moneda, el Congreso y el Poder Judicial. Hay que ser valiente para trabajar en el revés de la trama de nuestro presente en relatos que desnuden o inventen secretos y dejen a viva voz y en carne viva aquellos murmullos que son el origen de toda ley, tabúes inabordables para nuestra literatura. Pero también puede que no lo hagamos porque el tema no nos interesa al punto de obsesionarnos, no es tan central en nuestras letras, no al nivel de los mexicanos - para Volpi o Fuentes el poder es el tema- , o los argentinos - de Sarmiento a Fogwill, pasando por Piglia o Forn- por una cuestión de idiosincrasia local.


Pero la política está ahí. Basta leer dos novelas recientes: Examen de grado, de Ernesto Ayala, y El número Kaifman, de Francisco Ortega, donde se luce como un efecto colateral, involuntario y azaroso, pero que también es la electricidad que ilumina los rincones oscuros de dichos textos. Así, a pesar de su tono hot - por cierto, una bildungroman debería ser siempre porno- Examen de grado alcanza sus mejores momentos cuando la incorrección toma las riendas del asunto. Mientras que el objeto del deseo del narrador es una mujer madura declaradamente pinochetista, el clímax de la historia es un famoso tiroteo/atentado en un banco, en la década de los 90. Para Ayala, la ley del deseo pareciera ceder a un imperativo mayor y trágico, como si la memoria de la década pasada, aquella resaca de violencia política local pusiera paños fríos a la pasión, confirmando la idea de que en la sociedad chilena la única fuerza de gravedad es el peso de la noche.


En el caso de Ortega el asunto es similar: Paul Kaifman, el personaje central, es columnista de una revista de derecha y apoyó a la dictadura en contra de los deseos de su familia. El dato no es menor, pero a Ortega le sirve para colocar a la deriva a Kaifman, dejándolo a merced de las conspiraciones que lo tendrán como centro, mientras - como en una pesadilla de los libros finales de Phil Dick- explota una bomba en el Parque Arauco, se declara estado de sitio y el país se coloca a centímetros del totalitarismo.


Es raro. Las distancias entre el proyecto de Ayala - la nostalgia de una edad de la inocencia a la que no se puede volver- y el de Ortega - la conspiración como único método para entender la cultura- son enormes, pero también sus cercanías: para ambos la política-ficción - y la incorrección- se ofrece como un mecanismo no desdeñable pero algo invisible, el esqueleto bajo la piel del texto que provoca movimientos inesperados, volviendo los relatos aún más interesantes por anómalos o incisivos. Esa inmersión en la política para ambos es un tanto lateral, pero sus efectos son imprescindibles. Con ella se adivina la posición que ocupa el poder en nuestra ficción, aquella condición de dolorosa obsesión no buscada: un invitado indeseado que viene de tanto en tanto a cambiar las cosas sin permiso, trágica y paradójicamente, como un punto de no retorno.